Francisco Parada Walsh.
La urbe: Estoy desvelado, para llegar a tiempo a la capital del pecado decidí levar anclas de la montaña a las 3:10 a.m., detesto nuestro tráfico y por ende lo evito, llegué a San Salvador a las 5:25 a.m. , pasé por Mister Donut y estaba cerrado, un día supe que el horario sería las 24 horas de la semana pero no, no les funcionó; por google averigüé el horario de Starbucks Autopista Sur, abren a las 6:00 a.m. pero me dice el vigilante que está inundado por la fuerte tormenta del día anterior, decido volver a Mister Donuts pero las luces de Wendy’s me seducen, pido un desayuno de 2.99 dólares salvadoreños (Café, papas fritas y un swiss bacon); veo rostros sin rumbo entre comensales y empleados que representan a ese salvadoreño luchador, a ese salvadoreño vencido e hincado por un horario y por un salario, fusilado por la pobreza. Pienso en las ganancias estratosféricas de esas franquicias.
La montaña: Suena la alarma, la alarma no es un reloj ni un gallo desvelado, es el pito de un bus que baja de mi montaña a las 5:30 a.m., preparo mi café con azúcar blanca en tazas verdes como la esperanza en esas cafeteras de moda; caliento dos tortillas y les pongo en el lomo rebanadas de queso con loroco, ya el café humea y regocija mis bulbos olfatorios, mis invitados son cinco gatos que juegan, brincan, que viven pero está el gato preferido, ese es Nicolás Maduro, ese es mi invitado de honor, bocado él y bocado yo; mi sencillo desayuno dura 30 minutos, no hay prisas ni rostros asustados, lavo los platos y a ordenar mi changarro-clínica.
La urbe: Tengo que ir al taller, circulo por la Autopista Sur, los carros se han convertido en armas, poco importa respetar las señales, poco importa una vía titilando; es El Salvador donde la vida no vale nada, conductores que por adelantar un carro se arriesgan a colisionar o a que los cosan a balazos, Lo que era un recorrido de 5 minutos se transforma en 40 lentos minutos.
La montaña: Manejo mi diligencia halada por pistones siendo diligente, sólo seis cuadras al día, ir a la tienda, alimentar a seis amigos perrunos y de regreso al changarro-boutique-clínica; cuando voy a otro cantón manejo con una paz en el alma, no hay aglomeraciones ni violencia al conducir, no hay más que aire puro y árboles que me saludan al pasar. El pito se ocupa para saludar no para ofender ni apurar.
La urbe: Llego al taller, ese es mi destino, debo recoger la nave del olvido y enfilo mi diligencia hacia mi montaña, el calor es sofocante, esos treinta grados o más que a diario se soportan; entiendo que ese calor y ese tráfico vuelvan loco a cualquiera, por eso evito cualquier contacto con la capital, ya estoy loco y si le agrego a mi destartalada psique calor y tráfico es para volverme cuerdo.
La montaña: Ya en la ciudad de La Palma e l clima fresco me da la bienvenida, subir de San Ignacio a Río Chiquito es un mundo aparte; siempre me causa asombro que en menos de cien kilómetros haya otro mundo, un mundo de duraznos que se pudren como mangos, nadie los corta, papales, cultivos de cebollas, repollos, tomates y tantos vegetales, bellas flores; cualquier vegetal o fruta está a mi alcance, a mi paso. Me queda claro que el patrón de alimentación sea en su mayoría caldos y tortilla con queso, poco importa la carne; la longevidad es grande, muchas personas de noventa años pasean largas distancias y se ve la robustez en sus pasos, ya la juventud actual no perdona “La Chimba”, gaseosa que se debe dar como refrigerio al trabajador agrícola, casi siempre “La chimba” es Coca Cola; los hombres y mujeres longevos no probaron gaseosa hasta hace unas décadas, antes de ello todo era natural.
La urbe: Regreso a mi montaña y cuento el vuelto, ese dinero que en un viaje no debe faltar, ese vuelto no son monedas, son docenas o cientos de dólares que se llevan por cualquier problema que surja en la carretera, esos cien o tres cientos dólares que se gastaron en la capital del pecado no volverán. La vida es tan cara en El Pinochini de América que apenas recordamos que ganamos colones y gastamos dólares; un plato de comida en un restaurante de medio pelo no baja de 10 a 20 dólares, en algunos comederos encontramos platos de 30 a 70 dólares salvadoreños, algo fuera de todo entendimiento o buena razón.
La montaña: Por más que desee gastar en mi montaña no lo puedo hacer, en primer lugar no hay franquicias, sólo hay dos comedores que ofrecen arroz con pollo guisado de almuerzo y pollo guisado con arroz en la cena; una pizzería perdida en el infinito cobra doce dólares por un mal producto por lo que mi dinero abunda, mis lujos y excentricidades se resumen en 3 a 4 libras de lomo de aguja cada sábado, son 12 a 16 dólares salvadoreños y representan 4 días con buen forraje y si me falta la sangre de Cristo me apero con un vino de marca “Uvita” que cuesta 5.35 la botella; sumando el lomo de aguja, el vino y el alquiler de mi pieza mis gastos totales ascienden a $375 pesos razón suficiente para vivir y morir en mi montaña.
La muerte en la urbe: Pocas personas llegarían a mi velación, siempre “Seré un gran amigo”, no hay muerto malo y poco me importa tanta parafernalia para despedir a l muerto, ya todo acabó, todo acabó.
La muerte en la montaña: Acá serán cientos de personas que estarán en mi velación, no importa si me conocieron o no; hay comida gratis, casi siempre pollo guisado, arroz y ensalada, café con pan, naipes y guaro y la oportunidad de “Chancear” que significa ver si se puede lograr alguna conquista ya que de otro modo no se sale; por eso me quedo en este lado de mi vida y algún perro amigo que llegará a mí velación por el buen trato recibido ; será ese perro y su pandilla quienes me ayudarán a cruzar el lago de sangre para bajar al cielo o subir al infierno.