Honduras: Los semáforos de la pobreza

Melvin Martínez.


Vivo en una de las ciudades más hermosas de Honduras: Siguatepeque, un altiplano hermoso, rodeado de montañas con un verdor casi permanente y un clima fresco, hasta antes que los pinos empezarán a desaparecer por la insaciable hambre del gorgojo descortesador y los gorgojos azules y rojos de dos patas, como les dice mi padre a los explotadores de madera con influencia en los partidos políticos tradicionales de Honduras.

Somos un pueblo muy alegre, emprendedor y solidario. Hay en el municipio un comercio significativo y una interesante producción agrícola, sobre todo hortalizas, granos básicos. En los últimos años se ha implementado la caficultura en sacrificio del bosque que muere despacio. Dios nos bendice cotidianamente con muchas flores. La ciudad es un gran jardín multicolor.

En los barrios periféricos se pueden disfrutar los aromas de las flores principalmente por las noches. En el país se conoce a Siguatepeque como la ciudad de los pinares. Este árbol icono nacional abundaba en la zona urbana y rural del municipio. Las plagas y algunos seres humanos son responsables de su paulatina desaparición. Nuestra ciudad tiene dos parques hermosos y una imponente y bella plaza para eventos públicos y recreación.

El desarrollo educativo es significativo, casi cien instituciones entre los niveles pre básico, básico y secundario, además de seis universidades que producen profesionales que se frustran en el desempleo. Las calles de la ciudad son anchas y acogen a muchísimos vendedores ambulantes que le hacen competencia a los negocios instalados en las principales calles y avenidas. La cantidad de vehículos que circulan en la ciudad es grande, por lo que se han instalado 12 semáforos de los cuales 10 funcionan permanentemente.

En los últimos años la crisis del país también ha golpeado fuerte a la mayoría de los que vivimos en este municipio próspero. Los semáforos son testigos de la pobreza. Cuando la luz cambia a amarilla la calle se convierte en escenario peligroso de niños, niñas y jóvenes que hacen malabares para sobrevivir en este país urgido de transformación.

Con piedras, pelotitas, antorchas, limones naranjas, machetes, bocanadas de fuego y sonrisas agradecidas luchan contra el infortunio neoliberal que consume la alegría. Otros jóvenes y niños se juegan la vida vendiendo jugos en bolsa, dulces, alcitrones, medicinas naturales, frutas de temporada o rogando la caridad de conductores y transeúntes.

La luz verde regresa a su infortunio a los malabaristas de la vida. Los que vamos en vehículos particulares, en autobuses y taxis mandamos al espacio un suspiro lastimero. La vida nunca es mejor para los más pobres de esta patria. Mientras tanto, todos vamos inventando los próximos y necesarios malabares para la sobrevivencia.

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