(Por: Raúl Antonio Capote)
Héroes míticos o culturales, creadores de leyes y normas y, por tanto, de vida social. Figuras trágicas o épicas, que reafirman con sus acciones el orden general, los roles y estatutos personales y de grupo en la sociedad. Héroes humanos, personas que admiramos o reverenciamos, porque alcanzan la excelencia en su campo de actuación personal o pública. El héroe representa y nos representa.
La leyenda épica, el mito épico, forma parte de las grandes esferas narrativas alrededor de las cuales ha girado la literatura occidental desde siempre. Cada época fija en sus producciones artísticas consignas y preceptos políticos y religiosos, normas ideológicas, como piezas de un código con el que se ofrece integración al receptor en un mundo cohesionado y organizado.
Desde Edipo, Teseo, Rómulo, Jasón, Moisés, José, Sigfrido, Arturo, Robin Hood, el Quijote, hasta los grandes protagonistas de la literatura mundial de los siglos XIX y XX, el héroe cobra nuevo vigor, siendo un importante aliento y una fuente de inspiración para las nuevas generaciones.
Una buena muestra la tenemos en la «novela del artista», protagonizada por intelectuales o artistas, enfrentados a la sociedad o alineados a ella. También la novela y el drama histórico reflejan el interés del momento por el heroísmo, alimentando el debate sobre cómo delimitar la responsabilidad de la colectividad o de ciertos individuos «representativos» en los cambios históricos.
Dru Dougherty, en su ensayo Guía para caminantes (1999), estudia la relevancia de este debate en la recepción de Tirano banderas (1926) durante la década de los años 20. Del mismo modo, el teatro simbolista también encontró una importante fuente de inspiración en el heroísmo, defendiendo, como proponía Carlyle, el papel providencial que los «grandes hombres» tienen en el desarrollo de la historia.
Al bajar a los héroes al terreno de los mortales, la literatura en tal atmósfera, narra una historia que no solo se siente sustancialmente verdadera como cosa del pasado, sino como modelo viable para el porvenir, la declinación del héroe y los suyos a un nivel que el hombre común puede imaginar como propio, en tanto está acorde con sus mejores esperanzas económicas y sociales y hace de estos personajes modelos, arquetípicos a imitar. La literatura capta el mito, que pasa a la memoria popular, como un acto profundo de identidad y conciencia de la comunidad, para la cual y desde la cual se escribe.
La literatura socialista narró la historia de la épica revolucionaria. Hay quien dice que se «abusó» de esa epopeya, que se sobresaturó a los lectores, creo que, más bien en ocasiones, se mal escribió o se mal publicó.
La pregunta sería: ¿A quién le interesa que desaparezcan los héroes literarios? ¿Quién sale ganando cuando no se cuenta la historia? Pasamos casi de un bandazo del llamado «realismo socialista» al «realismo sucio», definiciones estas cuestionables y que solo se justifican si hablamos de enmarcar un concepto en escuelas cerradas.
Otro héroe combatido con energía por los cultores del mundo orweliano del capitalismo, es el héroe poeta, el héroe escritor, el autor comprometido con su pueblo, con sus ideas, alineado a la lucha por un mundo mejor. Se persigue desmovilizar al escritor, de la lucha, sumarlo a la maquinaria de los heraldos de la «felicidad eterna», del mundo glamoroso, acético, dócil, que venden como mercancía digerible, para asegurar la docilidad y asimilación cultural de los pueblos vencidos, quebrar las resistencias e implantar sentimientos de resignación y acatamiento, lograr la supeditación intelectual.
El héroe escritor ha dado paso al autor banalizado de las legiones culturales del imperio, servidor consciente o inconsciente de sus ideas y empresas. Construir una clase intelectual snob, mercachifle y dócil es una de sus prácticas fundamentales en el proyecto de dominación, para eso dedican millones de dólares en la compra de las almas más débiles. Para lograrlo no necesitan héroes populares de ninguna clase, necesitan «matar» al Quijote y adorar a los Avengers.