La ceguera del escritor

(Por: Francisco Parada Walsh)


Primero debo diferenciar que no soy escritor y segundo que hay tantos tipos de ceguera como colores en el mundo. Pocas cosas me causan tristeza en la vida, una es el maltrato humano por un animal y la otra no poder leer como lo he hecho toda mi vida.

Caminar por pasillos atiborrados de libros y ver cómo libros me susurran al oído: “Llévame a tu casa, estoy aburrido y te prometo que seré tu amigo»; después de pagar el precio del escritor y no del libro, ver los estantes y sentir una tristeza enorme cuando veo llorar a tantos libros que se pasarán las noches solas, soportando el frío de la indiferencia, eso me parte el alma; llegar a casa y poner los libros cerca del fogón del alma, verlos de reojo pues deseo por unas horas conservar esa amistad con el libro, quitar esa sencilla envoltura y saber que después de ese acto mi vida le pertenece al libro.

Averiguar sobre el actor y su vida por malvada o ejemplar que sea, sentir el olor del libro nuevo; ese sentimiento incomprensible de no querer abrirlo por el miedo a que se acabe la magia, el misterio de la página siguiente, descubrir al asesino, robarle al escritor pequeñas frases que las guardo en el corazón para no olvidarlas pues ya la memoria me hace malas pasadas; el café humeante mientras decido qué libro leer, la copa de vino que en vano limpia mis venas y calienta el alma mientras me enrollo como gato con un libro en el pecho deseando morir como un vampiro que le clavan un libro en el corazón en vez de una cruz de ocote, ¡Qué manera de morir!; despertarme y sentir el canto del escritor que me arrulla y con todo el cariño del mundo poner el libro a un lado, volver al combate leyendo páginas frescas como lavanda escudriñando renglones mágicos que me embrujan, saber que el final se acerca y que nadie perdió pues tanto el libro como yo ganamos, pocas peleas hay donde los dos ganan y este es el caso del combate entre libro y lector; ese gozo infinito que deja un libro después de ser leído no tiene precio.

Ese disfrute no es una trasfusión de sangre que puedo pasar a otro porque el goce es personal como lo es el rechazo; regreso el libro a un viejo estante para que descanse pero el libro me dice que prefiere que otras manos lo acaricien, rara forma de recibir cariño pero lo entiendo perfectamente; por eso siempre regalo todos los libros que leo, no puedo ocultar mi sorpresa cuando veo al libro reír con disimulo cuando está en otras manos, a lo lejos me guiña una página; los libros son para el mundo y no para que mueran de tristeza en una lujosa biblioteca de finas maderas porque aparte de morir el libro muere su comprador.

Recuerdo cuando regalé una anatomía en francés de mi padre a un grupo de médicos alumnos y recibí algunas increpaciones que cómo era posible regalar libros históricos en vez de conservarlos: En primer lugar ese libro no es mío ni del autor y en segundo lugar dudo que un pariente ausente al momento de mi vida siquiera venga a su mente meter en mi ataúd una anatomía de 1926 en francés; en primer lugar si tuviera que escoger mis libros para no aburrirme en el infierno escogería libros de Carlos Fuentes, García Márquez, Kafka, Nietzsche, Mann y quizá el diablo se anime a que le lea unos párrafos al oído o en este caso a los cachos y destapamos una botella de vino “Casillero del diablo”.

Al final mi mayor preocupación no es tanto morir sino perder la vista como me está sucediendo y no volver a leer ni a escribir. Algo imposible pues buscaría a alguien que me lea y me escriba como hacía con mi amada madre.

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