«El primer requisito previo para ganar un juego es saber a qué se está jugando». En el caso de la confrontación arancelaria entre Estados Unidos y China no está claro y no sabemos quién ganará ni quién perderá. De momento, las bolsas asiáticas y estadounidenses se tambalean y las europeas van y vienen, mientras el mercado de los fondos se atrinchera. Con su acostumbrada rudeza verbal, el presidente Donald Trump decía: «Acabo de anunciar que incrementaremos los aranceles y no daremos marcha atrás hasta que China deje de engañar a nuestros trabajadores y robar nuestros empleos». Y un rato después: «Estados Unidos ha perdido, durante muchos años, entre 600.000 y 800.000 millones de dólares en comercio.
Con China perdemos 500.000 millones de dólares. ¡Lo siento, no vamos a seguir haciéndolo!» La respuesta oficial china es conciliadora aunque enérgica: «Las iniciativas arancelarias estadounidenses son como una ráfaga indiscriminada de balazos. Les auto infligirá tanto daño que, a largo plazo, les será difícil soportarlo. China, en cambio, va a apuntar con precisión, intentando evitar perjudicarse a sí misma» (The Global Times). La pelea viene de lejos, lo mismo que el intercambio de golpes económicos. Trump comenzó este combate al acceder a la presidencia y durante 2018 se han sucedido las medidas y las contramedidas que hasta ahora solían ser simétricas.
El problemas se ha agravado cuando a los paquetes de millones que están en juego se acompañan indisimuladas presiones militares, como la llegada de dos destructores USA a unos islotes del archipiélago de las Spratly que China ocupa y reclaman Filipinas, Vietnam, Taiwán e Indonesia. Un portavoz de la US Navy ha declarado que sus buques siguen un «rumbo inocente» pero en China se lo han tomado como si Trump hubiera puesto una pistola sobre la mesa de juego… A los chinos no les sorprende: «Tenemos una larga historia. Hemos vivido conflictos similares muchas veces».
Las relaciones entre EE.UU. y China datan de finales del siglo XVIII y hasta el XIX se redujeron a intercambios comerciales y toma de posiciones para favorecerlos. El Tratado de Nankín (1842), que puso fin a la Primera Guerra del Opio, obligó a China a abrir varios puertos al comercio británico. Estados Unidos, bajo amenazas militares que Pekín no podía afrontar, logró una apertura similar para sus buques y factorías comerciales. «A río revuelto, ganancia de pescadores». Y el caso se repitió tras la Segunda Guerra del Opio: sin disparar un tiro, EE.UU. se unió al reparto del botín en el Tratado de Tianjin, 1860, donde obtuvo la apertura de una delegación en Pekín derecho a navegar por el río Yangtsé.
Poco antes se había producido la «fiebre del oro en California», y entre los 100.000 aventureros que corrieron a buscarlo hubo más de diez mil chinos y muchos más llegaron durante la apertura de las grandes líneas férreas transcontinentales y sus ramificaciones sur y norte en los años 60/80 del siglo XIX. La protección de esos emigrantes suscitó el Tratado Burlingame (1868).
Mientras, a finales del siglo XIX, Washington forzaba nuevas concesiones en China en favor de sus ciudadanos. Limitaba la emigración china –no la europea– con leyes de exclusión, para evitar protestas sindicales y ciudadanas a causa de la competencia salarial de los chinos y de las cerradas redes de solidaridad de los «chinatowns», los barrios que surgieron en las grandes ciudades.
David Solar (La Razón)