Para los salvadoreños en general, la Amazonía es cuestión lejana. Sin embargo, está más cerca de lo que pensamos. Sus 7 millones de kilómetros cuadrados tocan ocho países de América del Sur, además de Brasil. La Amazonía es el bosque tropical más grande del mundo. En 2011 fue declarada una de las siete maravillas naturales.
Cuenta con el río más grande de la Tierra, donde conviven innumerables especies de animales y plantas. Es hogar de 34 millones de personas, incluyendo más de 350 grupos indígenas. La Amazonía es una reserva de carbono que disminuye el ritmo del calentamiento global. Y actualmente sufre una ola de incendios inédita, que ya ha alcanzado números récord. De acuerdo a los especialistas, si este bosque se destruye, disminuirá la lluvia en todo el continente, aumentará más la temperatura y se agudizarán los problemas para los cultivos, entre otros efectos.
A la base de esta tragedia está la actuación del ser humano. Desde la llegada de Jair Bolsonaro al poder, el presupuesto estatal para la protección medioambiental se redujo en un 95% y se aceleró la desforestación. En la actualidad se estima que, en promedio, cada minuto se desforesta un área equivalente a un campo de fútbol en la Amazonía. Una de las primeras medidas de Bolsonaro fue detener la demarcación de tierras indígenas. Además, celebró la salida de Estados Unidos del acuerdo global sobre el clima, se negó a albergar la Conferencia del Clima de la ONU y prometió desarrollar la región amazónica para la agricultura y la minería, alentando la tala y quema del bosque con esos fines. También prometió abrir las tierras de las poblaciones indígenas para la explotación minera y forestal.
Al cuestionársele por el aumento de los incendios, el mandatario brasileño les restó importancia y los atribuyó a una costumbre tradicional en época seca, algo que ha sido desmentido por los especialistas. Ciertamente, los incendios son relativamente comunes en esta estación del año, pero muchos son provocados por agricultores para desarrollar sus negocios amparados en la falta de control estatal y las políticas de Bolsonaro a favor de los terratenientes. Además, quemar el bosque sirve para desalojar a los pueblos indígenas. Este acelerado ritmo de desforestación ha hecho que tanto Alemania como Noruega detengan la ayuda económica que proporcionaban al Gobierno brasileño para conservar la Amazonía. Bolsonaro les ha dicho que no necesita ese dinero, que lo ocupen para reforestar sus países.
Esta tragedia medioambiental refleja el derrotero al que conduce un modelo que define el desarrollo como crecimiento económico infinito y que asume que los recursos de la naturaleza están al servicio de ello. Sus defensores cierran los ojos a la ciencia y niegan que el cambio climático sea producto de la acción humana. Así, no les importan los bosques que talen, la tierra que destruyan ni las fuentes de agua que sequen; lo importante es obtener riqueza, aunque esto signifique la muerte de muchas comunidades. Es el mismo modelo que está en la mente de los funcionarios salvadoreños que creen que el país se desarrollará urbanizando lo poco que queda de El Espino o construyendo sobre los mantos acuíferos de Apopa. El neoliberalismo, el capitalismo salvaje, tiene dos grandes víctimas: el ser humano y el medioambiente. A ambos se les destruye para beneficio de una minúscula élite. La catástrofe en la Amazonía es una nueva muestra de esta dinámica suicida y absurda.
(Editoria UCA)