Hace 109 años, León Tolstoi comenzó a huir de su mujer, Sofia Andreievna, y de la vida por la que tanto había luchado. Terminó por fallecer el 20 de noviembre en el cuarto del maquinista de una estación de tren perdida en el Cáucaso. Recordamos esta parte de su vida con motivo de su natalicio.
Fue el temor a la Muerte que presintió, lloró y lo desoló una mañana de otoño de 1865 el que llevó a León Nicolaievitch Tolstoi a enfrentarse con Ella y volverla su cómplice. La descubrió, le arrancó su manto de misterio, la desnudó, desesperado, como a las prostitutas que desnudaba en sus tiempos de juventud, sólo para amarla, sólo para olvidar aquella madrugada que describió con un «Trato de echarme a dormir, pero, apenas en la cama, el terror me hace levantar. Es una angustia, una angustia como la que precede al vómito; parece que mi ser se va a romper a trozos, sin llegar nunca a romperse, sin embargo. Trato de dormir otra vez; pero el terror está conmigo, junto a mí, rojo, blanco…; algo se quiere romper dentro de mí y, sin embargo, no pasa de ser una sensación».
Su temor, su gran pánico, había surgido cuando apenas era un niño que acababa de cumplir cinco años. Su madre acababa de morir. Los adultos lo llevaron a que se despidiera de ella por última vez, y él la tocó, fría e inerme. Sufrió por su madre, por la Muerte, y tuvo que atragantarse sus gritos porque así lo imponían las normas, y así lloró, hasta que no aguantó más y salió del cuarto de velación corriendo, sin destino fijo. Luego volvió a sentir la misma angustia con los decesos de su padre, de uno de sus hermanos y de su tío.
Él era la vida. «Deseo vivir mucho, mucho tiempo; el pensar en la Muerte me llena de un temor infantil y poético», había escrito en una carta de juventud. Era la vida por sus músculos, sus huesos, su fuerza, su energía. Tolstoi era capaz de levantar a un hombre con una mano y sostenerlo 20,30 segundos. Nadaba, corría, hacía gimnasia, montaba a caballo como un cosaco y en las tardes, cuando se cargaba a la espalda su escopeta de cazador, podía recorrer las leguas de las leguas sin jadear. La primera vez que se enfermó fue del alma, cumplidos los 50 años; la segunda y última, poco antes de su muerte, el 10 de noviembre de 1910.
El 28 de octubre de 1910 Tolstoi empezó a morir. Ya había escrito que sólo en soledad se podía aproximar a Dios, y él quería creer en Dios. Lo había buscado desde el 30 de agosto de 1878, un día después de su cumpleaños número 50. Lo había retado, acorralado, insultado, pero Dios era el único camino que le quedaba después de haber recibido la gloria en vida por Guerra y paz, por Anna Kareninna, por los honores de los zares, por los comentarios de los críticos y su título de noble. Un día exclamó «Señor, dame fe». Ese día, sobre las seis de la mañana, como una sombra, salió de su habitación hacia la cochera de su casa y se metió en un carruaje que instantes más tarde se dirigía hacia el Cáucaso a paso muy lento.
Buscaba a Dios, tal vez por eso decía «No hay culpables»… Compró su boleto que lo llevaría a Él a nombre de T. Nikolaieff. Se subió en un vagón de tercera, medio oculto por una capa, y se detuvo en el convento de Schamardino para despedirse de su hermana, la abadesa. Estuvo con ella unos días. El 31 continuó su camino con una de sus hijas, de incógnito, pero en una vuelta de su huida un transeúnte lo reconoció. Entonces todos los pasajeros supieron que en ese tren de tercera iba León Tolstoi. Lo supieron los periódicos. Su fotografía salió en las primeras planas. Policías, periodistas, curiosos, familiares, amigos y enemigos, detectives y enviados del Zar salieron en su búsqueda. La orden imperiosa era detenerlo en la primera parada que hubiera. Dios se había alejado de nuevo.