El mito del gato

(Por: Francisco Parada Walsh)

Cuando empecé mis estudios en el colegio “García Flamenco” no tenía ni la más remota idea de lo que significaba ser un auténtico gato negro. Era un joven de doce años que venía de un pueblo remoto, mi Berlín querido y doloroso; poco a poco entendí que me estaba rozando con la crema y nata de la anarquía, del chiste oportuno, de la imitación, de las más grandes ocurrencias que puede uno imaginarse a dicha edad.

Éramos felices, muy felices, cada día era una fiesta de cigarros a escondidas, de escapadas al infinito, el objetivo era burlar los controles territoriales a cargos de severos maestros, hombres curtidos de tratar con un grupo de pequeños delincuentes que hacían de lo común y ordinario el día más bello. Contar las locuras que ocurrían en esas aulas necesitaría millones de páginas, muchos de esos jóvenes estudiantes hoy son “serios” profesionales, presentadores de televisión y algunos no tuvieron la suerte de negociar sus siete vidas con el dios Gaton, se fueron brincando a un lugar mejor, al cielo gatuno.

Era la época de la guerra civil, muchos decidieron enlistarse en el ejército, jugar a ser gatos rambos pero una cosa es la película y otra la cruda realidad. Ya no eran gatos balaceados, eran patos que caían cada semana, cada mes, cada nunca. Guerra perversa, guerra infame que me quitó a tantos gatos amigos, gatos que en parranda asaltábamos “La Bocana”, chupadero obligatorio como lo es catedral para el católico errante; cómo olvidar al gato Lesiñana, al gato Minero, al gato Guzmán que fue víctima de los fatales misiles muerte-muerte y cayó en esta tierra que hoy venero; algunos gatos quedaron lisiados no de la cabeza pues era obligación estar lisiados de la mente para ser gato negro, quedaron lisiados de alguna pata, de la cola, de los bigotes pero siguen aferrados a las seis vidas.

Recuerdo a mi hermano gato Chamba que cual pirata malandrín atracó el gimnasio de nuestro archí rival El Liceo Salvadoreño, era tan grande la paliza que nos daba el malvado “Zurdo” Bustamante, el “Messi” del basquetbol estudiantil que debíamos resarcir nuestro honor, nuestra garra gatuna y fue el gato Chamba que miagó con todas sus fuerzas la canción que más ofendía a los liceístas, el gimnasio enmudeció y nuestros alaridos retribuyeron algo al ego del gato aporreado.

Las secuelas de la vida no perdonan y es mi gato Chamba quien esta golpeado por piedras de la vida y tenemos al gato Víctor Mencía quien se debate entre la vida y la muerte; debemos los gatos orar y pedir al dios Gaton que no se lo lleve, que lo queremos acá; es que eso de ver la fragilidad de la vida reventando las siete vidas gatunas es triste y me llama a revisar mi bitácora personal y con apenas una mirada hacia atrás reparo que viví engañado, que los gatos no tienen siete vidas como cantan los cuentos sino que solo tienen una vida; es en esa vida que se aprueba el grado o toca “las olimpiadas”, se ama el primer beso, se sufre, se ríe, se llora, se canta, se araña, se fuma, se brinca.

Atrás quedaron los años gloriosos de los gatos negros pero aun, el cariño inconmensurable que se vive cuando frotamos los bigotes sigue en pie; nada ha cambiado, nada, puedo ver algunos vendajes en las patas y en las rabadillas gatunas pero no hay parches en el corazón. La hermandad gatuna sigue en pie, de a poco vamos caminando al cielo gatuno pero mientras llega mi turno miago: “Gato, gato, gato, gato negro cachimbon, ae, ae, gato negro cachimbon” y termina la homilía con: “Hay malembe, los del García ni se rinden ni se venden”

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