(Por: Fernando Araújo Vélez)
«Retrocedamos y contemos la verdadera historia del cristianismo. Ya la palabra cristiano es un equívoco: en el fondo no hubo más que un cristiano, y éste murió en la cruz. El Evangelio murió en la cruz. Lo que a partir de aquel momento se llamó evangelio era lo contrario de lo que él vivió; una mala nueva, un Dysangelium. Es falso hasta el absurdo ver la característica del cristiano en una fe, por ejemplo, en la fe de la redención por medio de Cristo; únicamente la práctica cristiana, el vivir como vivió el que murió en la cruz es lo cristiano… Aun hoy, tal vida es posible para ciertos hombres, y hasta necesaria: el verdadero, el originario cristianismo será posible en todos los tiempos. No una creencia, sino un obrar, sobre todo, un no hacer muchas cosas, un ser de otro modo…
Los estados de conciencia, por ejemplo, una fe, un tener por verdadero – toda psicología sobre este punto – son perfectamente indiferentes y de quinto orden, comparados con los valores de los instintos; hablando más rigurosamente, toda la noción de causalidad espiritual es falsa. Reducir el hecho de ser cristianos, la cristiandad, al hecho de tener una cosa por verdadera, a un simple fenomenalismo de la conciencia, significa negar el cristianismo. En realidad, jamás hubo cristianos. El cristiano es simplemente una psicológica incomprensión de sí mismo. Si mira mejor en él verá que, a despecho de toda fe, dominan simplemente los instintos, ¡y qué instintos!”
“El anticristo” fue una de las últimas obras de Friedrich Nietzsche, un testamento sombrío de sus tesis. Un panfleto, para algunos. Una iluminación, para otros. Un texto necesario y explosivo, para él. Cuando lo terminó, envió su manuscrito a los editores. Días más tarde, los hombres, los humanos, la humanidad, lo internaron, le administraron diversas drogas psiquiátricas, lo cuidaron, lo difamaron, lo enterraron en vida y, temerosos de su resurrección, lo grabaron para un video en el que se le veía moviendo una mano, la cabeza, el brazo. Su libro fue publicado en 1895. Nietzsche murió físicamente el 25 de agosto, cinco años más tarde, en la ciudad de Weimar. Sus restos fueron inhumados en la iglesia de Röken, el pueblo en el que nació, el 15 de octubre de 1844. En realidad, había muerto o lo habían matado doce años atrás, poco después de escribir Ecche homo y El anticristo.
Apenas expiró, comenzaron los tiempos de la difamación, entre tantas cosas, porque su Superhombre, decían, dijeron, había inspirado a Hitler, por ejemplo. Jorge Luis Borges escribió en 1940, “De Friedrich Nietzsche, discípulo rebelde de Schopenhauer, ya observó Bernard Shaw que era la víctima mundial de la frase “bestia rubia” y que todos atribuían su renombre y limitaban su obra a un evangelio para matones (…). Excepto Samuel Butler, ningún autor del siglo XIX es tan contemporáneo nuestro como Friedrich Nietzsche. Muy poco ha envejecido en su obra, salvo, quizás, esa veneración humanista por la antigüedad clásica que Bernard Shaw fue el primero en vituperar. También cierta lucidez en el corazón mismo de las polémicas, cierta delicadeza de la invectiva, que nuestra época parece haber olvidado”.
A Nietzsche lo sepultaron igual que a su obra, por años y decenios, como él mismo lo había pronosticado. El tiempo, sin embargo, se encargó de ubicarlo donde merecía, más allá del bien y del mal. Desde hacía muchos años había perdido la fe en los hombres. La Humanidad le había fallado al despreciar su obra. Al no entenderla siquiera. Él había intentado convencerla de la transvaloración de todos los valores. Quería partir el mundo en dos. Giorgio Colli, uno de sus múltiples intérpretes, dijo que “La agitación provocada por este libro -El anticristo- se propaga todavía hasta hoy. Y la astucia tal vez inconsciente de Nietzsche para actualizar lo inactual consistía en esto: concentrar toda maldición sobre el nombre del cristianismo, atrayendo de este modo sobre ese organismo decrépito el odio de todos aquellos que sólo esperaban ser alentados.
Pero aquellos que tenían o tienen que lamentarse con respecto al cristianismo son muchísimos, mientras que el prefacio de El Anticristo dice: ‘este libro concuerda con poquísimos’. La astucia consiste por lo tanto en excitar a los muchísimos con un libro destinado a poquísimos, o, en otras palabras, en proponer como objetivo destruir el cristianismo, objetivo estrechamente ligado según Nietzsche a muchos otros, con respecto a los cuales los seducidos por el verbo anticristiano no se sienten para nada en oposición. Cristianismo involucra así moral, metafísica, justicia, igualdad de los hombres, democracia, resume en sí los valores del mundo moderno. La destrucción del cristianismo, por esa razón, es verdaderamente según Nietzsche una transvaloración de ‘todos’ los valores”.
Habría que haberlo imaginado en un perdido hotel de Turín, frente a una plaza. Un vestido bien cortado pero gastado, el de los últimos días. Las palabras apenas justas para saludar o pedir un té, una venia discreta para aquel que se cruzara en su camino. El invierno del año de 1882. Nieve, una chimenea sin encender, dolor, angustia. La música de Bizet en su sangre, en su memoria, en su pasado y su vida.
Federico Nietzsche ya vivía en otro mundo al que lo habían desterrado el amor desolado de Lou Andreas- Salomé, las injusticias de Richard Wagner, el mundo que jamás lo comprendió, su hermana Elisabeth, que le pedía que se casara y llevara una vida normal, su eterna migraña que lo arrastraba a huir y a huir en búsqueda de la ciudad y el clima ideales. Su mundo, su propio mundo, era la última opción que le quedaba, por lo menos para sobrevivir.
Ya había garabateado en uno de sus miles de papelitos: “Yo ya no aspiro a mi felicidad, aspiro a mi obra”. Su obra, hasta ese entonces, era un compendio de magistrales teorías a la que le faltaba el toque mágico, la varita mística con las que se enfrascaba en eternas peleas día y noche, noche y día. Nietzsche, dirían y discutirían sus cientos de críticos y biógrafos con el tiempo, se creía un iluminado, y como iluminado vomitó la primera parte de su Zaratustra en sólo 10 días. Él mismo dijo que “esta obra vive en tan azul soledad, tan alejada de todo lo presente, que uno apenas se atreve a relacionar asuntos humanos, demasiado humanos, con ella”