(Por: Jaime Emmanuel Valle)
En El Salvador, duele transitar por las afueras de centros judiciales importantes —usualmente, con una estructura física moderna e imponente— porque a diario encontramos gente sencilla, esperando bajo el sol o la lluvia una resolución del caso de algún familiar. Lo mismo sucede a las afueras del Instituto de Medicina Legal, donde no hay salas de espera apropiadas para que quienes acuden a recibir el cuerpo de alguien cercano puedan cobijar su dolor y tristeza con algún grado de dignidad. Y ni hablar del desconsuelo que causa la resolución de un tribunal de segunda instancia que desconoce los principios de protección integral y de corresponsabilidad de la niñez y la adolescencia, especialmente de la niñez pobre y marginada.
En efecto, como es de todos conocido, la Cámara Primero de lo Penal, en torno a la instrucción del proceso contra un magistrado de segunda instancia por la posible comisión del delito de agresión sexual en menor e incapaz (art. 161 Código Penal) en perjuicio de una niña de diez años de edad, ha decidido modificar la calificación jurídica de los hechos, tocamientos impúdicos en el área genital de la niña, por la falta contemplada en el artículo 392#4 del Código Penal. Esta falta solo tiene como sanción pena de multa y puede ser perdonada cuando el condenado comete falta por primera vez, según lo dispuesto en el artículo 372 del Código Penal. La Cámara consideró, entre otros, los siguientes elementos: la duración del tocamiento, que este se efectuó sobre la ropa de la niña, que no hubo una plena invasión corporal en su área genital y que no se realizó con “violencia”, sino aprovechando el descuido de la niña en un sitio público.
Esta polémica decisión retrata la historia de un país en el que, salvo contadas y honrosas excepciones, el poderoso termina imponiéndose a los pobres, a los marginados. Un país en el que se termina humillando a aquellos que no tienen los recursos económicos para defender su dignidad, su valía como ser humano, y en el que la insolidaridad se institucionaliza a través de la instrumentalidad del derecho y de algunas prácticas corporativistas de los operadores de justicia, quienes logran manipular, a través de la interpretación de la norma, el sentido de justicia según cada caso. Olvidan estos operadores —y no me refiero únicamente a la judicatura— que existen acreditadas teorías que dan cuenta de que es la humillación la que hace nacer y crecer el germen de la violencia a la que ha estado condenado nuestro país casi desde su nacimiento.
Por otra parte, la resolución de la Cámara trasluce la cosmovisión de nuestros juristas, anclada en la estricta legalidad, bajo la cual la ley tiene más peso que su valor fundacional, es decir, la justicia. Empleando una perífrasis sobre el derecho, han pretendido justificar esta decisión dando mayor importancia al envase (la ley) que al contenido (la justicia), muy en la línea de los valores de la sociedad de consumo (Bauman) y su correlativa cultura del descarte (papa Francisco), agudizando la sensación de atropello para la pequeña niña, su familia y seres queridos, y a través de ella para toda la niñez y las mujeres de nuestro país.
Hay, pues, una sensación colectiva de deshonra, cuya impronta se agudiza porque en otros casos similares el resultado del procesamiento judicial ha sido muy distinto. También por el uso discrecional e indiscriminado de los recursos públicos (el vehículo asignado al magistrado que se procesa, pagado con los impuestos de todos, fue utilizado para actividades no vinculadas a su labor judicial), por la emisión de un desafortunado y errático comunicado de la Cámara (que tendió a hacer creer inicialmente que su decisión se debía a fallos en la investigación de la Fiscalía) y porque en la interpretación y aplicación de las normas, la Cámara olvidó leer los artículos 12 (principio de interés superior del menor), 13 (principio de corresponsabilidad) y 14 (principio de prioridad absoluta) de la Lepina, que proyectan mandatos constitucionales y tratados internacionales suscritos por El Salvador que obligan al Estado a considerarse en todo momento corresponsable del bienestar integral de la niña víctima.
El anterior escenario plantea un desafío sustancial de doble perspectiva para la administración de justicia —predicable en general para toda la administración pública—. La primera perspectiva es que a mayor responsabilidad le sea confiada a un funcionario público, más debe ser la exigencia ética en el tratamiento de sus conflictos. En ese sentido, es importante que la sociedad reflexione y evalúe la supresión del fuero y ciertos privilegios para determinados funcionarios. La segunda perspectiva es la creciente exigencia de formación para los funcionarios judiciales en áreas parajurídicas como la ética, la antropología, la sociología, la política y la psicología, pues sus fallos no deben confeccionarse bajo el fresco del aire acondicionado de edificios con cristales resplandecientes, que los alejan de la realidad de aquellos que huelen a sudor y a campo. En resumen, no pueden continuar viendo el mundo de manera autorreferente, dándole la espalda a la ciudadanía y a la historia, que dicho sea de paso poco a poco construye su juzgamiento.