Las imágenes de inicio de la guerra en Afganistán nos mostraban a soldados, con pose de Avengers, caminando entre las ruinas de pueblos, ciudades y campos devastados por la maquinaria de guerra estadounidense.
Misiles de última generación, aviones, drones, blindados y municiones especiales fueron puestos a prueba en las tierras afganas. Miles de muertos, mutilados, heridos y un país en ruina, es el saldo de años de una guerra que parece no tener fin.
Con el pretexto de los ataques contra las Torres Gemelas de Nueva York, que mataron a casi 3 000 personas el 11 de septiembre de 2001 y la captura de Osama Bin Laden, jefe del grupo islamista al Qaeda, un mes después del 11 de septiembre, Estados Unidos lanzó una ofensiva que comenzó con salvajes ataques aéreos sobre Afganistán.
«No queríamos esta misión, pero la cumpliremos», dijo con su rostro inexpresivo el entonces presidente de Estados Unidos, George W. Bush, cuando anunció los primeros ataques aéreos el 7 de octubre de 2001.
Dieciocho años después, la «misión» de EE. UU. no se ha cumplido: los talibanes siguen tan fuertes o más que en 2001, y son una fuerza a tener en cuenta en un futuro gobierno de Afganistán, si las conversaciones de paz tienen éxito.
Varias denuncias señalan la complicidad del ejército de EE. UU. con los talibanes. Los heroicos soldados yanquis incluso han pagado a los talibanes para que no ataquen a sus unidades, práctica en uso también por las empresas estadounidense en ese país. Es un pago por «protección» al más claro estilo mafioso.
El negocio del opio, que genera millonarias ganancias, lejos de ser perseguido por las tropas de ocupación, ha contado con la complicidad de la cia y de los militares.
Los talibanes podrían estar ingresando hasta 1 500 millones de dólares al año, producto de ambos negocios: la droga y la «protección».
Otra posibilidad, dentro del complejo escenario afgano, es la privatización de la guerra. La compañía Blackwater, que surgió en 1997 para entrenar marinos y soldados en ee. uu. y que pronto se convirtió en un ejército privado mercenario, ha ofrecido a Donald Trump el «negocio redondo» de ocuparse ellos de la guerra.
Los talibanes también hacen dinero al cobrarle impuestos a las personas que viajan en su territorio y a través de negocios como telecomunicaciones, electricidad y minerales.
Por otro lado, cerca de 3 500 miembros de las fuerzas internacionales han muerto desde la invasión en 2001, más de 2 300 de ellos estadounidenses.
Un informe de la ONU en febrero de 2019 dijo que más de 32 000 civiles han muerto. Mientras, el Instituto Watson de la Universidad Brown, ha afirmado que 42 000 combatientes talibanes o del isis, han caído en combate.
Sin embargo, Estados Unidos sigue realizando ataques aéreos contra los talibanes, ahora bajo el mandato de Donald Trump.
Trump dice estar dispuesto a reducir el número de tropas estadounidenses en esta región antes de enfrentar las elecciones de noviembre de 2020, pero nada se sabe en realidad, cuando la decisión está en manos del actual e impredecible inquilino de la Casa Blanca y sus acólitos, signados por la improvisación.
Hoy los talibanes controlan mucho más territorio que cuando las tropas internacionales salieron de Afganistán en 2014. La guerra no se acaba, parece no terminar jamás, hay muchos intereses detrás del telón y muchas ganancias en juego.