Memoria del fuego

En 1988, un militar salvadoreño le obsequió a James Cantero un libro de Galeano atravesado por una bala que rescató de entre las pertenencias de un joven asesinado. El ex futbolista uruguayo lo conservó por 21 años hasta que decidió entregárselo al fallecido escritor. Esta es la historia del mejor regalo que le hicieron a Eduardo en su vida.

El hilo rojo entre el futbolista y el escritor comenzó a desovillarse en 1988, en plena guerra civil en Chalatenango, El Salvador. Cantero, un trotamundos del balón, jugaba por entonces en Cojutepeque y conoció allí a un militar hincha del club –a quien prefiere mantener en el anonimato– que un día lo invitó a su casa y le hizo un regalo muy especial: un ejemplar de “Las venas abiertas de América Latina” agujereado por un disparo de bala que lo atravesaba de lado a lado, justo por el centro.

–¿Cómo llegó ese libro a manos del militar?

–Él había sido parte de un operativo en un enfrentamiento con el FMLN (Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional). Al revisar la mochila de un guerrillero asesinado, un joven que no pasaba los 20 años, le llamó la atención que lo único que llevaba era ese libro, nada más. El chico había muerto por ese disparo. Se sorprendió y se quedó con el ejemplar. Y me lo regaló por ser uruguayo como Galeano, por ninguna otra razón en particular, pero te voy a contar algo textual que me dijo y todavía recuerdo. Me relató que el enfrentamiento fue “en el crepúsculo matutino”. Fue al amanecer. Nunca me olvidé de esa frase.

–Antes de entregarle ese libro a Galeano, lo tuviste 21 años con vos. ¿Sabías que algún día se lo harías llegar?

–Para nada, qué va, qué va. Lo tenía y nada más. Después de El Salvador me fui a jugar a Costa Rica, y de ahí me vine a España. Y luego a Perú, México, Arabia. Y siempre lo llevé porque era una cosa muy personal. Lo que ocurrió es que un día veo en las noticias que Galeano está en Madrid. Yo después de retirarme me hice agente de jugadores y representaba a Miguel Pardeza, que jugó en Real Madrid y fue capitán del Zaragoza. En ese momento, Pardeza era Director Deportivo del Real Madrid y me había dicho que Valdano tenía amistad con Galeano. Pero Pardeza no logró hablar con Jorge y entonces conseguí el fax a través de un amigo.

Le escribí una carta contándole la historia y Helena, la esposa de Eduardo, me llamó a casa. Finalmente pude entregarle el libro en Sevilla y la primera vez que lo vio casi se cae de espaldas, no lo podía creer, estaba emocionado y agradecido. Él además estaba muy familiarizado con todo lo ocurrido en El Salvador.

Había estado en el monumento que les hicieron a los caídos y conocía bien la historia del arzobispo Óscar Arnulfo Romero, de los jesuitas. Se lo di en una cajita transparente de esas que se usaban para VHS y así lo guardó. Desde entonces, forjé una buena amistad con Eduardo. Siempre me dijo que lo que más le impresionó a él fue la cantidad de tiempo que tuve el libro y los lugares por donde lo llevé.

“Lo bueno –discurre– hubiera sido que el libro salvara a este chico. Es un libro gordo. La bala lo perfora en el centro además, no en una esquina, ¿sabés? Está partido, pero unido, y está unido porque está fundido. No se puede leer. Como que la bala lo dejó remachado, pero está partido. Lo agujereó y lo partió. Es una bala potente, grande”. Y continúa, con un relato cautivador: “La verdad que la historia tiene un encanto. Yo podría haberme quedado el libro, pero creo que Eduardo era merecedor. Y después de conocerlo bien, claro que era merecedor. Ese libro le pertenecía. Él lo tenía como un tesoro y yo sé que Helena lo guarda muy bien. Una vez, yo estaba en Buenos Aires y entré a una librería en la calle Corrientes. Y estaba lleno, repleto de libros de Galeano. Entonces lo llamo para contarle y de paso preguntarle si algún día podríamos vernos porque esa misma noche yo llegaba a Montevideo. ¿Y sabés lo que me dice él? “Llegás y nos vamos a comer raviolones al Café Bacacay, ahí frente al Teatro Solís’. Y fuimos. El afecto era recíproco. Eduardo no tenía tiempo para nada, se quejaba de que le faltaba tiempo para escribir. Siempre lleno de compromisos. Sin embargo, le digo que llego y me va a buscar para ir al café. Estuvimos hasta que cerró, 3 o 4 de la mañana”.

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