Por la Paz

(Por: Francisco Parada Walsh)

Recientemente platicaba con un amigo colega sobre el triste episodio ocurrido el domingo 9 de Febrero cuando la Fuerza Armada irrumpió en la Asamblea Legislativa. Me comentaba que su hijo de 25 años de edad le dijo que él no estaba de acuerdo con lo sucedido y que si fuese necesario, se haría guerrillero.

Sábado 11 de noviembre de 1989: Íbamos rumbo al hospital de Zacatecoluca, manejaba mi cacharrito mientras un médico residente, mi amigo Landos hizo un comentario a la ligera: “Que ese día habría una ofensiva”; nada nuevo para todos los que vivimos la guerra.

Era una noche tranquila, muchos lugareños se preparaban para la fiesta del Canasto. Mientras, el demonio se afilaba las garras, los cachos y la cola; ya la guerrilla tenía rodeada la ciudad. Era normal escuchar disparos por lo que nadie presintió la tragedia que se avecinaba. Recuerdo que ese domingo puse indicaciones médicas en el servicio de medicina interna, mi sueño era zarpar hacia la capital a ver el partido de futbol del A. C. Milán , aquel equipazo de Gullit, Van Basten y compañía; mientras bajaba a la primera planta me encontré con el jefe de residentes quien me indicó que fuera a ayudar a la sala de pequeña cirugía, eran 4 hermanos que trabajaban en la gasolinera que después de la fiesta decidieron dormir en la bodega de lubricantes, lamentablemente fueron víctimas de las llamas de la maldad y de la guerrilla que incendió dicha estación de servicio; todos llegaron con quemaduras en su cuerpo del mil por ciento, aquel olor a cacho infernal no lo puedo olvidar, eran mis amigos y tuvimos que despellejarlos, luego fueron llevados al servicio de Cirugía Hombres.

No había luz, comida y sala de operaciones fuera de servicio. Cuando me acerqué a uno de los amigos quemados le pregunté qué sentía: Me respondió que deseaba estar en una laguna, me pidió que le diera agua, algo prohibido según el protocolo médico pero entendí que debía prevalecer el protocolo divino y fraterno, con torundas le empapé los labios, poco a poco le di agua helada y me dijo: “Sos vergón” (lloro en este momento al recordar ese dramático momento). Mi amigo quemado pobre murió ese domingo 12 de Noviembre a las cuatro de la tarde. Todos murieron. Debido a que no había forma de que entrara personal a relevar a los de turno, no había comida, ese día un plátano crudo fue nuestra única comida. Era un médico interno queriendo ser externo de ese lugar; médicos residentes e internos encerrados en la residencia médica; durmiendo entre disparos, ausentes de lo que pasaba.

Lunes: Poco a poco la morgue recibía a sus sempiternos visitantes, soldados, civiles, guerrilleros y llamaba la atención unos niños adolescentes que no pasaban de doce años, despedazados por su hermano el pobre, niñas sin cabezas, sin sueños con apenas sus pezones mamarios germinando , ver a soldados agarrando a patadas cadáveres destrozados no es fácil olvidar, nada se podía hacer. En apariencia se trabajaba, claro, sin energía eléctrica un hospital no funciona. Los recuerdos sor borrosos. Aparecieron unas barras de chocolate snickers gracias a Monseñor Tovar Astorga. En la azotea el ejército tenía una radio repetidora, franco objetivo militar; salió el Dr. Aguirre (jefe de turno Q.D.D.G.) a hablar con un grupo de guerrilleros que nos avisaban que pondrían una bomba entre la cuarta planta que alojaba a los servicios de cirugía y medicina interna y la azotea; fue un estruendo indescriptible, caían arenas del techo y también volaban cuatro o seis soldados pobres desde la azotea a las manos de Dios, luego salimos a ver qué había pasado, soldados agonizantes, hilos de sangre azul y blanco salían de sus bocas, sólo los levantamos y los acostamos en camillas dispersas, poco importaba a la guerrilla esas armas ajenas.

Martes: Aparece el ejército en la residencia, no olvido a un soldado que andaba un fusil diferente, entendí que era oficial; se había amarrado un pañuelo en un brazo para contener la sangre que salía de una herida de bala; mientras, pedían nuestras cédulas de identidad los fusiles nos apuntaban directo a la vida, pensaban que éramos guerrilleros que se habían puesto trajes de médicos, momentos dramáticos. Se escuchaban combates dentro del hospital. Nadie sabe qué pasó. Luego todos nos dimos la mano, nos abrazamos y nos dimos las gracias por haber sido amigos en ese infortunio, pensábamos que no saldríamos vivos de ese infierno. Logré contar 69 cadáveres en esa morgue, en esa boca del diablo, ¡todos eran pobres!, para sorpresa mía ¡No hubo un rico muerto!

Miércoles: Llega la Cruz Roja y Monseñor Tovar a evacuarnos, a mi caballo blanco le habían zampado un balazo en una pata pero aun así le metí las espuelas, jamás olvidaré esa larga fila de pacientes y médicos caminando cual cuento de terror, la esperanza a lo lejos. Algo horrible. Fuimos trasladados a una casa parroquial, ¡pudimos bañarnos después de cinco días en una casa vecina!, comer caliente, ¡NO TENER MIEDO!; mirábamos los aviones surcar nuestro cielo rojo para ametrallar a sus hermanos, pensábamos que eran pilotos gringos pues eran realmente hábiles y diestros en sus embestidas. Esa noche de miércoles a jueves tuvimos como compañero de sueño a un guerrillero que había recibido un balazo en la cabeza, Monseñor en su infinita misericordia le cambió ropa para que los soldados no llegaran a rematarlo. Ya el herido empezaba a descomponerse, aun en vida.

Jueves: Hablé con mi familia, todos temerosos. Le dije a mi padre que me retiraría, que mi prioridad era la familia; no olvido sus palabras: “Cada quien es dueño de su miedo”.

Viernes: Llega el jefe del servicio de medicina interna, Dr. Guillermo “El Negro” Rivas, hombre corpulento, amante del lúpulo y la cebada, ser humano maravilloso y le comenté que abandonaba ese hospital provisional y casa del dolor; sus palabras fueron que era al único a quien le daría nota pero debido a mi retiro la aprobación de la materia quedaba supeditada a que debía obtener una nota arriba de cinco en el privado de medicina interna, le hice ver qué familia solo tenía una y que la materia de medicina interna podría repetirla hasta la muerte; nos despedimos y hablé con mi familia; mi padre me preguntó cuánto creía que me llevaría llegar a San Salvador, le dije que si no llegaba en una hora es porque nos ametrallaron.

Junto a mi hermano Dr. Vicente Villalta Cárcamo alzamos vuelo. Viaje sin novedad. Fui a dejar a mi hermano a su casa en la colonia Miramonte y llegué a casa en Santa Tecla. Flaco como un ejote, feliz de ver y abrazar a mi familia, sobre todo a mi madre. Pasé el privado y el caballero Dr. Rivas cumplió su palabra. Escribo esta historia como algo que deben saber los jóvenes, somos los viejos orejas peludas los responsables de cuidar a nuestros jóvenes y que nunca vuelva a haber una guerra donde el soldado pobre asesina al guerrillero pobre y viceversa. Los muertos los ponemos los pobres. La lechita se la toman los ricos. Lo visto el nueve de febrero en la Asamblea Legislativa me hizo volar a esa triste página en nuestra historia.

Odio la violencia, de la forma que sea y debemos todos, gobierno, pueblo y cada salvadoreño nunca volver a ese pasado de terror que muchísimos vivimos. Los jóvenes amos del táctil no tienen idea de lo triste que es una guerra entre hermanos. Apelo a la sensatez, a tan siquiera recordar que vivimos en una aparente democracia gracias a esos ochenta mil muertos hermanos. Democracia es tener salud, seguridad social, libertad, respeto, vida. Democracia no es emitir el sufragio. Debe cada responsable de seguridad revisar nuestra triste página de esa guerra de pobres, pues dudo, dudo que al Sr. Ministro de Defensa le gustaría que un hijo de él viviera tan durísima historia. Sólo pensando que aquel o éste es mi hermano, saldremos adelante. Ojalá estas líneas no escondan una fatal profecía donde no sean ni soldados contra guerrilleros sino masacres entre fanáticos, entre hermanos.

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