¿Política de exterminio y limpieza social?

En los últimos días hemos experimentado un repunte brutal de homicidios, después de un tiempo largo de una importante reducción de los mismos. En general se atribuye a las maras este aumento de asesinatos. La realidad del homicidio, casi olvidada por el descenso habido en el año 2019 y primeros meses del actual, se vuelve ahora preocupante y pone en evidencia la falta de control del territorio de parte del Estado, los fallos de inteligencia e investigación policial y la inutilidad de las políticas estatales contra el crimen organizado. Igual de preocupante, además, es la respuesta del Estado, basada exclusivamente en la mano dura. El presidente de la república reaccionando al aumento de homicidios, ha autorizado a la Policía Nacional Civil, PNC, “el uso de la fuerza letal para defensa propia o para la defensa de la vida de los salvadoreños”. El texto, publicado en twiter, no hace ninguna alusión a protocolos de funcionamiento policial que exigen proporcionalidad en el uso de la fuerza, dando, por el tono y el contexto, carta blanca a los miembros de la PNC para la limpieza social. En este mismo contexto el presidente pide a la oposición  política y a las instituciones que él no controla, que dejen “de proteger a quienes asesinan a nuestro pueblo”. Al igual que en las detenciones ilegales o el mal trato dentro de las exigencias de cuarentena y dentro de los centros de contención de la pandemia de Covid-19, todo se hace, en boca del presidente, “para salvar vidas”.

En esta renovada guerra estatal contra las maras, ha destacado la represión ejercida contra los privados de libertad en las cárceles. Se ha mezclado en las mismas celdas colectivas a miembros de diferentes maras, se les ha aislado, mantenido hacinados y privados de luz incluso durante el día, se les ha limitado las posibilidades, ya de por sí exiguas, de alimentación, y se les ha prácticamente suprimido su derecho  la salud. La respuesta estatal es generalizada, como si todos los privados de libertad, cerca de 40.000 en un país de 6.5 millones de habitantes, tuvieran la misma responsabilidad de lo que está pasando fuera de las prisiones. Las fotografías brindadas por instancias gubernamentales a los medios de comunicación muestran a los presos en calzoncillos, sentados en el suelo y en contacto físico unos con otros. El trato cruel, inhumano y degradante es, incluso atestiguado oficial y fotográficamente, más que evidente.

En las redes sociales, por otra parte, se ha desatado una intensa campaña contra defensores y defensoras de DDHH, sean internacionales, estatales o particulares. Se han vuelto demasiado frecuentes los insultos personales, las acusaciones de vinculación de la defensa de DDHH con los partidos de oposición, que, por supuesto, también se caracterizaron por violarlos, las peticiones de la restauración de la pena de muerte, tanto por homicidio como por secuestro, e incluso la solicitud de una dictadura que termine con los delincuentes. Si las críticas a la gestión de la ejecución de las medidas contra la pandemia despertaba indignación  en quienes apoyaban al presidente, la defensa de los DDHH de los privados de libertad despierta una agresividad muy peligrosa. Lo que hubiera podido ser una estrategia exitosa de control de la pandemia de coronavirus dentro de un país con posibilidades limitadas, se está convirtiendo en una fuente de odio y polarización social, precisamente por la violación persistente de DDHH.

Es cierto que los crímenes cometidos por las maras crean inseguridad y dolor profundo en el pueblo salvadoreño. Y es lógico que ese actuar brutal de las pandillas, en muchos aspectos impune, despierten en una parte de los ciudadanos un fuerte espíritu de venganza también brutal. Pero el Estado no debe prestarse a jugar con esos sentimientos vengativos. A la hora de analizar el porqué del actual gobierno para prestarse al manejo y fomento de esos sentimientos puede haber diversas interpretaciones, válidas todas ellas, al menos en parte. Pero la interpretación política puede ser, probablemente, tan cierta como lamentable.

En efecto, aunque las medidas iniciales de contención de la pandemia de Covid-19 fueron rápidas, en buena parte eficaces y estaban en principio bien orientadas, la administración y ejecución de las mismas tuvo numerosos errores de logística, salubridad, relaciones con otras instituciones del estado, información pública, así como fallos frecuentes en el trato humano y respetuoso tanto a la población en cuarentena y en centros de contención de la pandemia, como a la ciudadanía en general. Dichos fallos comenzaban a tener efecto en la popularidad del presidente Nayib Bukele, que había centrado en sí mismo, y continúa centrando, toda la gestión de las medidas de contención de la epidemia. Popularidad muy cuidada mediáticamente hasta ahora, e indispensable de cara a las elecciones legislativas y municipales que se tendrán en el próximo mes de Febrero. Elecciones, a su vez, que son fundamentales para el gobierno actual, dado que no tiene ningún diputado en la Asamblea Legislativa, aunque algunos pequeños partidos hayan sido dóciles al absorbente e impetuoso presidente.

En este contexto electoral, aunque falten todavía muchos meses para Febrero del año próximo, debemos interpretar también la arremetida gubernamental contra las maras. La apariencia de un presidente fuerte, con dominio, capaz de escarmentar la brutalidad de las maras, despierta entusiasmo en algunos sectores populares y encubre en buena parte los errores que se están cometiendo en la gestión de la prevención y tratamiento de la pandemia, que cada vez ocupaba más presencia en los medios y erosionaba la todavía indiscutible popularidad presidencial. En los cálculos gubernamentales da la impresión de que, a la hora de elegir entre recuperación de popularidad interna y desprestigio en el campo de los Derechos Humanos, se prefiere lo primero a lo segundo. El costo humano de la política de Gobierno se acabará concentrando en la población carcelaria, tradicionalmente despreciada y odiada por una buena parte de la población, y en las familias empobrecidas de los privados de libertad. Simultáneamente, el Gobierno se piensa a sí mismo con capacidad de recuperar la credibilidad internacional tras el tiempo de la epidemia, dado el escaso peso que los DDHH tienen en la política internacional y la propia debilidad de las organizaciones locales defensoras de esos mismos derechos. El acierto o fracaso, en el campo político, de esta estrategia se verá en el tiempo. Pero la continuidad de una política característica de los gobiernos pasados, si se prolonga en el medio o en el largo plazo, no será exitosa y terminará destruyendo la expectativa de cambio que generó la figura de Nayib Bukele.

 

Por el Instituto de Derechos Humanos de la UCA 

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