EEUU es Minneapolis

La revuelta –dijo Martin Luther King– es el lenguaje de los no escuchados”. Pero de tanto hacerle oídos sordos a quienes claman contra una injusticia racial engranada en el ADN de Estados Unidos se está volviendo revolución. La mecha prendió en Minneapolis por la muerte de George Floyd a manos de un agente blanco de policía, la enésima vida negra asfixiada por una brutalidad institucional, institucionalizada y demasiadas veces sin castigo. El volcán de hartazgo y furia entró en erupción. Y su lava se ha extendido de esquina a esquina del país con una fuerza inédita en las últimas décadas, precisamente desde que toda una nación salió a las calles cuando las balas mataron a King, quitándole la vida pero no la fuerza de su voz. Y Minneapolis es Estados Unidos. Y EEUU es Minneapolis.

Este miércoles la ciudad amanecía, tras una octava noche de protestas, otra vez con sus cicatrices abiertas, como muchas de las otras 75 urbes de todo el país donde se han registrado manifestaciones e incidentes, pese a que en más de dos docenas se han impuesto toques de queda. En la mayoría la respuesta policial es cada vez más dura, más agresiva, sin distinguir entre indignados y violentos al lanzar sus balas de goma o sus gases lacrimógenos o, como en Nueva York, incluso los coches patrulla sobre manifestantes. Y en lugares como Minneapolis esa mano de hierro ha logrado contener los incendios provocados o el pillaje de los primeros días que han dejado una huella de escombros, cenizas y destrucción sobre todo en el sur de la ciudad, hoy con ecos de un escenario de guerra, pero no apagan otro fuego: el del hartazgo.

“Lo que está pasando ahora es justicia”, reflexiona este domingo sentado en un edificio del fantasmagórico ‘downtown’ de Minneapolis Lorenzo Haynes, un hombre negro de 47 años. “Desafortunadamente hemos tenido que llegar a esto. Pero es que la vida de los negros no significa una mierda en este país”, dice. “Nos están matando”. Y saca su teléfono para mostrar una foto de Tycel Nelson, un adolescente negro de 17 años al que un disparo de la policía por la espalda le arrebatño la vida en esta misma ciudad. En 1990.

El autor de aquel disparo no rindió cuentas ante la justicia. Y el miedo en Minneapolis es que lo mismo vaya a pasar con Derek Chauvin, el agente que pasó más de nueve minutos con su rodilla sobre el cuello de un Floyd esposado en el suelo, cerca de tres cuando el “tierno gigante” había perdido ya el sentido. Porque Chauvin está arrestado e imputado con cargos de homicidio involuntario y otros tres policías despedidos. Pero son muchos, desde la Unión Americana de Libertades Civiles a gente como Haynes, que está estudiando para ser asistente legal, quienes temen y denuncian que se está construyendo un caso fallido para exonerar a la policía y reclaman que se nombre un fiscal especial.

Falsa igualdad

El estallido de cólera y hastío de Minneapolis ha sacado también a la luz las oscuras realidades de una ciudad que en la superficie brilla como emblema del Minnesota nice, esa parte del medio oeste progresista, cosmopolita y moderno, o con la falsa sensación de igualdad conquistada en el país a golpe de leyes de derechos civiles conquistadas también con sangre y organización. Porque aquí las familias negras tenían en el 2018 unos ingresos medios de 36.000 dólares, mientras que los de las blancas son de 83.000. Porque aquí solo un 25% de las familias negras son propietarias de sus casas, un porcentaje que entre los blancos es del 76%. Solo hay dos ciudades más desiguales en todo el país.

En ese contexto, o en el de que una población que representa el 20% sea víctima del 60% de los disparos de la policía, se entiende lo que mueve a manifestantes como Angela, una joven de 22 años que el sábado por la noche participaba en las protestas. “Estamos aquí para luchar contra la injusticia del sistema”, decía caminando por East Lake ya cuando caía la noche, entre edificios quemados, otros vigilados por hombres armados, y poco antes de que un encuentro violento con las fuerzas del orden obligara al grupo a dispersarse. Y de su boca salía la intención de hacer las cosas pacíficamente, pero también la justificación de dejar de hacerlo. “Es la única protesta para ganar su atención”, razonaba, “y es un recordatorio: las cosas, las propiedades, se pueden reponer o reconstruir. Las vidas negras que nos arrebatan, no”.

“¿Qué se supone que debes hacer, dejar que te sigan maltratando?”, reflexiona también Haynes. “¿Se supone que debemos poner la otra mejilla? ¿Es eso lo que hicieron ellos tras el 11-S? No. Entonces decían que no había que olvidar, pero a nosotros nos dicen que olvidemos y perdonemos. E incluso insinuarlo es absurdo”.

Situación inédita

Hay sensación de que esta vez algo es diferente, quizá porque como ha dicho la profesora y activista negra Keeanga-Yamahtta Taylor “la historia se acumula, no es cíclica”. Y ni siquiera en otros disturbios por incidentes raciales de las últimas cinco décadas, desde las revueltas en Watts a las que siguieron a la exoneración de los policías responsables de la paliza a Rodney King o al caso de Michael Brown en Ferguson que dio origen al movimiento de Black Lives Matter (las vidas negras importan) el país se había incendiado de esta manera. Tampoco la respuesta de las fuerzas del orden había sido tan contundente, con 5.000 miembros de la Guardia Nacional ya activados en 15 estados y en la capital, y actuaciones en muchos casos injustificables. 

El gobernador de Minnesota ha tenido que pedir disculpas, por ejemplo, por el trato a la prensa, después de que numerosos periodistas en Minneapolis denunciaran y documentaran agresiones innecesarias, una violencia inédita que ha costado la visión en un ojo a una fotógrafa impactada por un proyectil de goma, y que ha dejado marcados o arrestados a otros compañeros. No hay grito de “prensa” que valga, explicación de por qué se está en la calle. La porra levantada, la amenaza, la instrucción violenta o algo peor han entrado en el manual.

Pero las protestas siguen. Este domingo estaban convocadas 10.000 personas en el US Bank Stadium de Minneapolis para participar en una marcha en cuya cabeza se anunciaba la presencia de Colin Kaepernick, el jugador de la NFL que fue castigado por la liga y vilipendiado desde la Casa Blanca de Donald Trump por demandar justicia racial clavando la rodilla, él en el suelo y no en un cuello. Y los jóvenes que dominan buena parte de esta revolución prometen seguir adelante. Lo hacía el sábado Kaiya, que con solo 18 años tiene claro que volverá a la calle. “Quiero ser parte de la historia –decía–, porque estamos haciendo historia”.

Tomado de elPeriódico

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