Por: Elio Masferrer Kan, (ENAH/INAH-México)
Una de las cuestiones más complejas y de imposible solución es el duelo de las personas a quienes les ha fallecido un ser querido en la pandemia. En el concepto católico del mundo el alma es un regalo de Dios y es lo que da a las personas su propio carácter, el alma es inmortal, no antecede al cuerpo ni tiene origen material. Cada ser humano es único en cuerpo y alma. La muerte de una persona implica que el cuerpo queda, polvo eres y polvo serás y será el alma quien se presenta ante Dios.
En esta perspectiva el fallecimiento de una persona es vista como una situación que llevaría en forma casi automática el alma de la persona ante Dios. En la concepción cristiana se hace énfasis en el desempeño de la persona a lo largo de su existencia y el acceso al Paraíso es de alguna manera un premio por sus comportamientos en la vida terrenal.
Esto no es compartido en muchas expresiones del catolicismo popular latinoamericano. Los antiguos mexicanos veían la muerte como un proceso complejo y no tenían el concepto de alma del cristianismo. Los muertos se trasladaban a diferentes moradas según habían fallecido, quienes morían ahogados o de enfermedades acuáticas iban con Tlaloc, el Dios de la Lluvia. Los guerreros que morían en combate acompañaban al Sol desde que salía hasta el Cenit y las mujeres fallecidas en el parto, acompañaban al Sol hasta su declive en el oeste. Los muertos en general iban al Mictlán, un lugar de penumbras, apenas alumbrado por el Sol Nocturno, a trabajar para los dioses y los familiares debían alimentarlos para que no se desintegraran, pasado cierto tiempo desaparecían y los dioses necesitaban más gente. Cuando los misioneros amenazaban a los indígenas con el Infierno, sus descripciones no tenían mayor impacto pues se parecían al Mictlan, donde la mayoría del pueblo tenía claro que iría después de la muerte.
Las visiones del mundo relacionada con la muerte son las que tardan más en modificarse. En esta perspectiva el catolicismo sincrético, compartido por el 70% de los católicos los lleva a considerar que los ritos mortuorios son indispensables para asegurarle al fallecido una buena despedida y apoyo para el largo camino que le toca recorrer a su alma. Si estos no se realizan pueden pasar muchas cosas peligrosas para los sobrevivientes, pues el alma del muerto se transforma en un “alma en pena” que puede agredir a los parientes y amigos que no le cumplieron. La pandemia ha trastocado todas estas costumbres funerarias, el fallecido será identificado por un familiar que ingresa “protegido” a la morgue y certifica que es su pariente, pero los familiares no pueden realizar misas de cuerpo presente ni velarlo, ni reunirse para rezar durante 9 días para acompañar al muerto y alentarlo en “la travesía hacia el más allá”.
Recibirán además los restos en una pequeña urna, ya incinerado. Este catolicismo popular considera que partes vitales del fallecido aún están “vivos” en el cuerpo, “que ha sufrido mucho y que sigue sufriendo”, incinerarlo es “lastimar aún más” al fallecido. Será visto como una nueva agresión y se sienten culpables pues no han podido “defenderlo”.
Tenemos enfrente un problema que afecta a la sociedad imposible de resolverse, debemos agregar que los parientes que compartieron la casa es probable que estén en cuarentena o abiertamente contagiados, lo cual imposibilita el contacto con otros familiares y amigos y se pone en peligro a quienes quieren consolarlos.
En tiempos de pandemia el desafío es encontrar soluciones viables a problemas que no podemos resolver.