Cuando Ignacio Ellacuría planteaba la necesidad de un nuevo orden económico que garantizara la satisfacción universal de las necesidades básicas, señalaba que, paralelo a ese orden, debía surgir un ordenamiento social vigoroso y pluripolar, que posibilite que el pueblo sea cada vez más sujeto de su propio destino y tenga mayores posibilidades de libertad creativa y de participación. En un mundo donde lo político partidario predomina sobre lo social, Ellacuría abogaba por una dinámica inversa: que la dimensión social predomine sobre la dimensión política, aunque no la sustituya. Se trata de dar más vida y decisión a las instancias sociales y superar los dinamismos perturbadores del poder político. La dimensión pública de lo social busca, según Ellacuría, “el bien comunitario desde la presión comunitaria y por medios comunitarios sin delegar esta fuerza en instancias políticas, que se autonomizan y nunca pueden representar adecuadamente lo social”.
Pues bien, esta perspectiva ellacuriana de darle más peso a lo social que a lo político supone la existencia y desarrollo de una ciudadanía consciente, crítica, comprometida, plural y organizada que busque hacer de lo público un lugar de justicia, inclusión, solidaridad y de corresponsabilidad ciudadana. Cuando esto ocurre, lo político se enfrenta a un verdadero contrapoder que pone límites, evita abusos y exige transparencia y honradez. La democracia, cuando es ejercicio operativo, empodera a las personas, no busca neutralizarlas, ni manipularlas, ni someterlas a los proyectos e intereses de las cúpulas de poder. Procurará, eso sí, valorarla y potenciarla.
En el contexto de la pandemia del coronavirus, podemos hablar de cierta historización de esa fuerza social de la que hablaba Ellacuría. El papa Francisco, por ejemplo, la ha actualizado y ponderado. En su carta del pasado 12 de abril a los movimientos populares, hace una descripción analítica, señalando, entre otros, los siguientes rasgos: “Si la lucha contra el COVID es una guerra, ustedes son un verdadero ejército invisible que pelea en las más peligrosas trincheras. Un ejército sin más arma que la solidaridad, la esperanza y el sentido de la comunidad”. Constata que muchas veces no reconoce a los movimientos populares como es debido porque para este sistema son verdaderamente invisibles. Y cuando se les visibiliza, se hace con desconfianza por reclamar sus derechos a través de la organización.
Para el obispo de Roma, “los paradigmas tecnocráticos (sean estadocéntricos o mercadocéntricos) no son suficientes para abordar esta crisis ni los otros grandes problemas de la humanidad”. De ahí su proclama: “Ahora más que nunca, son las personas, las comunidades, los pueblos quienes deben estar en el centro, unidos para curar, cuidar, compartir”. Por otra parte, invita al movimiento social a pensar en el “después” de la pandemia. A partir de lo que hay (“una civilización competitiva e individualista, con sus ritmos frenéticos de producción y consumo, sus lujos excesivos y ganancias desmedidas para pocos”), es imperativo buscar un cambio. Un proyecto de desarrollo humano integral que, centrado en el protagonismo de los pueblos, posibilite el acceso universal a las tres “T” que defiende el movimiento social: tierra, techo y trabajo.
Y frente a todos aquellos que viven el día a día sin ningún tipo de garantías, que no tienen un salario estable para resistir la crisis (trabajadores informales, independientes o de la economía popular), el papa considera que tal vez sea tiempo de pensar en un salario universal que reconozca y dignifique sus tareas, que haga realidad esa consigna tan humana y tan cristiana: “Ningún trabajador sin derechos”.
En el mismo contexto de pandemia, pero esta vez a nivel local, se han sentido las voces de la sociedad civil y del movimiento social en El Salvador. Un gran número de ellas (más de 50) han denunciado los mecanismos turbulentos del poder político. Señalan que “es desconcertante que en un momento tan crítico, que reclama la unidad de todos los actores de la sociedad, la confrontación entre dichos poderes desplace como prioridad al combate de la pandemia”. Asimismo, advierten que “no hay que perder de vista que la emergencia sanitaria se ensaña más en los sectores vulnerables”. Su planteamiento incluye tres llamados fundamentales.
En primer lugar, invocan a un diálogo tanto entre las instituciones públicas como entre estas y la ciudadanía. “Un diálogo que permita llegar pronto a consensos, en el que la evidencia científica y el enfoque técnico sean los criterios principales para la toma de decisiones”. En segundo lugar, exhortan a la transparencia, la rendición de cuentas y el acceso a la información, sobre todo porque se está en un contexto de emergencia y con unas instituciones débiles. En tercer lugar, convocan a repensar una agenda nacional que permita construir un país distinto y mejor después de la emergencia: “Con trabajo digno para todos; con un sistema de salud universal de calidad; con acceso a vivienda digna, agua potable y saneamiento como derechos humanos básicos; con un sistema de protección que impida que una nueva emergencia deje a miles de familias sin posibilidades de sobrevivir”.
De una ciudadanía como la descrita por el papa Francisco y la ejercida por gran parte de los movimientos sociales de El Salvador se espera una lucha constante por la justicia, entendida en el sentido propuesto por Ignacio Ellacuría: “Que cada uno sea, tenga y se le dé, no lo que se supone que ya es suyo porque lo posee, sino lo que es debido por su condición de persona humana y por su condición de socio de una determinada sociedad y, en definitiva, miembro de la familia humana”. La consecución de esa justicia es camino ineludible del protagonismo de los pueblos.
* Carlos Ayala Ramírez, profesor del Instituto Hispano de la Escuela Jesuitas de Teología, de la Universidad de Santa Clara, docente jubilado de la UCA y exdirector de Radio YSUCA.