Mi amiga me insiste en que debo acompañarla a una sesión. Dice que una sola vez bastará para convencerme y que todas mis incertidumbres vitales se verán reconducidas. No se trata de un ejercicio más de yoga dirigido por alguien experto en nuevas técnicas que acaban de llegar a la ciudad, tampoco tiene que ver con prácticas vinculadas con respirar mejorar, menos aun con esa pijería de moda del mindfulness.
Es algo especial que según ella cambiará mi vida, una enseñanza a medio camino de principios anclados en la sabiduría oriental integrados con experiencias de sanación ancestrales de comunidades originarias que llevan más de quinientos años resistiendo. Según ella ha encontrado el equilibrio que sigue en la línea del legendario “ho’oponopono”, trascendiéndolo: “lo siento, perdóname, gracias, te amo”.
Mi amigo llevaba días queriendo tener conmigo una conversación “en profundidad”, como dice. Últimamente le había perdido la pista. Pensaba que, una vez más, estaría de viaje afanado en sus negocios. Pero no, resulta que está vinculado con una comunidad religiosa. En ella hay retiros frecuentes con actividades que van desde la lectura conjunta de textos sagrados a oraciones grupales tras la escucha atenta de sermones inspiradores. Todo ello va unido con algún activismo social. Siente que ha cambiado radicalmente su vida para bien y quiere que lo piense y que vaya con él a la actividad del sábado para evaluar mi posible incorporación. “Vuelve a tus raíces”, me dice con una sonrisa enigmática, “llevas mucho tiempo descarriado”.
Mi otra amiga con la que hace años solía quedar para participar juntos en aquellas primerizas carreras populares, sigue corriendo todas las semanas no menos de 50km. Normalmente lo hace seis días en los que durante una hora como mínimo bate las calles de la ciudad rodeándola gracias a las nuevas sendas abiertas para las bicicletas o llega a pueblos vecinos.
Con una infusión en sus manos me dice que debo volver a correr. Cree que mis quebraderos existenciales se esfumarían si así lo hiciera, que recuperaría el necesario tono muscular, la alegría en la mirada y que, además, encontraría inspiración para abordar los problemas del trabajo o de la convivencia cotidiana. “Correr despeja muchas dudas, el ejercicio me abre horizontes. Cuando regreso a casa siento que he cargado las pilas”, expresa.
La salvación es un asunto viejo. Algo que afecta a la humanidad desde sus albores. Quizá porque tenga que ver con la trascendencia o, simplemente, con la búsqueda de cierto equilibrio que permita sentirnos bien. Casi siempre las recetas para conseguirla han sido patrocinio de profesionales del amparo movidos por el lucro, vocación o, eventualmente, por azar; en otros, las guías de autoayuda han imperado.
A veces se ha impuesto con sangre, otras mediante el convencimiento, incluso a través de la especulación individual. Mi más viejo amigo me dice con la vista perdida no sé dónde que no quiere salvarse, que hace muchos años que dejó el avatar de la superación, que relegó a un rincón la importancia de su vida.
Por: Manuel Alcántara. Politólogo. Universidad de Salamanca. España.