Por: Octavio Alberola, Resumen Latinoamericano.
Cuando en estos comienzos del mes de agosto vemos cómo los brotes activos, de la COVID-19, vuelven a hacer estragos en casi todos los continentes, y cuando los contagios confirmados en el mundo son ya más de 18 millones y las muertes más de 700.000, ¿cómo no inquietarse por la ineficacia de las estrategias utilizadas para hacer frente a esta pandemia?
Pues, aunque alguna haya sido finalmente más o menos eficaz en el plano sanitario local/nacional, todas han fracasado en el plano internacional, además de provocar una crisis económica y social, la más devastadora de los últimos 100 años.
Desde el principio fue evidente que se sabía muy poco del coronavirus y de la enfermedad que provocaba. Pero, lo que sí se supo y pudo verse muy rápidamente fue su potencialidad expansiva en las sociedades del mundo globalizado. Por lo que el enfoque correcto, en esos momentos, era asumir el riesgo de lo peor y actuar pronto: tanto para conseguir una detección temprana del sistema de contacto, a través del rastreo, como para poder controlar – nacional y mundialmente – a los « supertransmisores » y las situaciones y eventos públicos más propicios para la « supertransmisión ».
Tras lo ocurrido en estos cinco meses de pandemia, es obligado constatar el errático proceder de las autoridades para asumir este enfoque, como también sus vacilaciones y tardanzas en cerrar los lugares donde se produce más fácilmente la transmisión, que es la medida más eficaz hasta tener el virus controlado o disponer de una vacuna…
Sin embargo, no es éste el enfoque adoptado por los gobiernos; pues hasta el chino tardó en asumir el riesgo de lo peor y decidirse a actuar en consecuencia para cortar la transmisión del virus.
La verdad es que, salvo en Taiwán, esa fue la tónica general de los gobiernos frente a una amenaza que era cada día más real y mundial, y más difícil de evitar. Una inconsciencia paradójica y muy significativa del modo de funcionar del mundo globalizado. Y no por la inepcia de éste o aquél jefe de Estado; pues la realidad es que todos los gobiernos, fuesen o no tan negacionistas como los dirigidos por Donald Trump, Boris Johnson o Bolsonaro, actuaron a destiempo y sin ninguna concertación supranacional. No solo por razones ideológicas – la primacía de la actividad económica sobre toda otra consideración – sino también por el modo de funcionar de los gobiernos en el mundo de hoy, al ser su principal preocupación y ocupación la gestión del día a día con vistas a la próxima elección.
En tales condiciones, ¿cómo esperar de estos aparatos burocráticos una respuesta lucida y racional a una pandemia, de una magnitud nunca vista, como la que estamos padeciendo? Y más sabiendo que su responsabilidad es muy concreta, dada su dependencia – con los otros poderes – en el marco institucional, y que su misión, se trate de gobiernos competentes o incompetentes, más o menos progresistas, es mantener el actual sistema de convivencia basado en la competición y en la acumulación del capital. Un sistema que mantiene permanentemente a las personas ante el dilema del dinero o la vida.
¿Cómo, pues, esperar otro comportamiento, de los Gobiernos y los poderes fácticos, para enfrentar el dilema en el que nos han metido con su irresponsable y lamentable gestión de la pandemia y la precipitada vuelta a la normalidad, pese a seguir el virus paseándose por el mundo? Y más ahora, cuando esa vuelta a la normalidad no para de provocar nuevos rebrotes por todo el planeta, sumiendo a la humanidad en una ansiedad paralizante, de más en más tanatofóbica, frente a la incertidumbre de su futuro.
Es obvio pues que en tales circunstancias no nos queda otra alternativa, a las simples personas, que la de decidir lo prioritario en ese dilema; pues, más que nunca, de ello depende lo que será nuestro porvenir y el de las generaciones que nos van a suceder
Así pues. ¿el dinero o la vida? O sea, ¿seguir como hasta ahora dando prioridad al dinero, pese a la siniestra realidad del presente y del apocalíptico futuro que eso implica, o darla a la vida para que el dinero no acabe con ella.
Así de clara es la opción: o resignarnos a seguir viviendo en la actual ansiedad tanatofóbica del imperio del dinero o resistir y luchar para preservar la vida y la humanidad de un final tan inconsciente e indigno de la condición humana.
De nosotros y nosotras depende que el mundo de mañana sea un calco – aún más trágico y funesto – del presente o el comienzo de ese otro mundo posible por el que la parte más consciente y solidaria de la humanidad lleva tantos años luchando.
Fuente: Kaosenlared.