La lucha por la supervivencia no se trata solo de vacunas, de desarrollo tecnológico y científico. Se trata también de introspección humana.
Las paradojas son parte incuestionable del desarrollo normal de la vida. Son una expresión de las profundas contradicciones que se manifiestan, esencialmente, en la subjetividad de nuestra especie, única con capacidad de actuar de acuerdo con un análisis lógico de las circunstancias, aunque, «paradójicamente», no siempre sucede así.
Con el permiso de las ciencias, que con sobrado prestigio tienen en su objeto el estudio del comportamiento humano, me permito estas líneas, que son el humilde fruto de experiencias prácticas, y de la observación crítica y constante del entorno a la que necesariamente estamos llamados los profesionales de la prensa.
Ese necesario ejercicio, en medio de una inesperada circunstancia, que ha puesto al planeta entre la espada y la pared, me ha llevado a una ineludible interrogante, ¿ser «humanos» necesariamente implica que seamos «humanos»?. La pandemia ha acentuado dos claras vertientes en relación con esta tesis, un marcado humanismo por una parte, frente a una ausencia total de ese valor por la otra.
Y digo «acentuado», porque más allá de las diferencias abismales generadas por la hegemonía del poder, ha sido la falta de sensibilidad humana lo que ha jugado a favor de la enfermedad.
Dicho en otras palabras, nuestra condición humana, la recibimos desde el momento en que respiramos por primera vez sobre la tierra, o incluso antes, desde que el primer ultrasonido muestra a un diminuto ser en el vientre materno, pero el humanismo, no viene por añadidura con la existencia, es fruto de un proceso de aprehensión, en el que se conjugan todos los factores que intervienen en el desarrollo sico-social de la persona. Algunos componentes vitales del proceso son la familia, el entorno más cercano, pero, la sociedad en su conjunto, tiene un peso inimaginable.
Cuando el sistema social legitima el sentimiento de superioridad, la actitud de pisotear al más débil para someterlo, la creencia de que el poder es el escalón siempre deseado, sin importar el camino que haya que transitar para conseguirlo, el resultado, lógicamente, es la deformación de la esencia misma del ser, es un individuo desconectado de los lazos que lo unen a su condición humana. Quizá, el ejemplo más extremo del que tengamos memoria sea el fascismo, pero tristemente no es el único, y para nuestro pesar, tiene muchos hijos pródigos en el presente. Si a eso sumamos procesos de enajenación en constante perfeccionamiento, estamos en presencia de una maquinaria creada para favorecer esa desconexión.
Lógicamente, asumir en este caso una postura de absolutismo sería un craso error de la articulista, porque, la subjetividad del individuo, su capacidad de decisión, la posibilidad que le dan sus experiencias personales de tomar partido, de asumir una postura contraria a esos cánones, también es determinante, pero se torna compleja, en la medida en que el espectro macro que lo rodea, no le provee de las condiciones para eso y le frustra las expectativas de cambiar su realidad.
Quien intente desligar la rápida extensión del virus, las miles de muertes ocasionadas por la enfermedad, de esas verdades, se enfrasca en un encubrimiento sin sentido de algo que hace mucho ha quedado claro con relación al capitalismo: donde prima la defensa a ultranza del capital, el ser humano será siempre el borroso segundo plano de la película social.
Sin éxito, se ha tratado de parapetar la ineficiencia de aquellos gobiernos, que más interesados en engordar sus arcas y en extender su ascendencia sobre los destinos del orbe en unos casos, y en recibir las palmadas en el hombro de los más poderosos en otra arista del fenómeno, han descuidado por completo la seguridad de sus pueblos. Literalmente, los han enviado desarmados a una guerra en la que nada valen el arsenal armamentístico o las relaciones desiguales de dominación. «Iba a suceder de todas formas», es la frase de efecto placebo, para justificar la ausencia total de compromiso, nada más y nada menos que con el bien más preciado, la vida.
Lo cierto es que, aquellos que por su vocación solidaria y la defensa de un sistema, en el cual el ser humano ha desplazado al capital en rango de importancia, han sido el blanco de todo tipo de políticas agresivas, de los excesos de la prepotencia capitalista, del irrespeto a la soberanía nacional, exhiben hoy los mejores resultados en el enfrentamiento a la pandemia, e incluso, como es el caso de nuestra Isla, han demostrado una entrega sin límites en su contribución para la salvación humana. Eso tiene la más hermosa de las traducciones, humanismo.
Pueden esgrimirse los más viles argumentos para demostrar lo contrario, pero la voluntad política es el cimiento sobre el que se levantan todas las estrategias gubernamentales exitosas. Allí donde los Estados han dado la espalda a su pueblo, las consecuencias son catastróficas, y perdurarán por siempre como una herida abierta en el corazón de nuestra especie.
Sin embargo, por imposible que parezca, por irracional, esos dueños del poder que han usurpado el derecho a la vida no están solos, tienen adeptos, seguidores, personas que una vez más protagonizando paradojas, han abandonado la posibilidad de un mundo mejor por seguir los cantos desafinados de sirenas ficticias. Unos, educados bajo esa perspectiva, otros, dejándose comprar o siendo envueltos por desconocimiento en la vorágine de podridas campañas.
Es por eso que la lucha por la supervivencia no se trata solo de vacunas, de desarrollo tecnológico y científico. Se trata también de introspección humana. Hoy es el nuevo coronavirus, pero pronto no será ya tan nuevo y otros retos incalculables le sobrevendrán.
Sin embargo, creo que aunque sea doloroso reconocerlo, la lección de trabajar unidos y dejar a un lado las diferencias, no todos la han aprendido, muchos ni siquiera se han dado por enterados de que esa lección existe.
Pero otra gran parte, mayoritaria diría yo, ha dejado caer el velo de sus ojos. La dura realidad, que hoy se acrecienta por la pandemia, ha permitido una deconstrucción de lo que para muchos era la única verdad existente. Tal vez, al verse indefensos frente al virus, aun viviendo en el seno de poderosas potencias, las personas entiendan la indefensión de los niños palestinos ante las bombas israelíes, o el abandono que ha sufrido África, o la soledad de los pueblos originarios que lo han perdido todo frente al asedio de las transnacionales, porque a veces, solo el dolor en carne propia permite aquilatar el dolor de los demás.
La humanidad necesita de humanismo, y lo necesita con urgencia, porque esta especie sigue en peligro pero aún, el mañana mejor es posible, si existe para ello el concurso y la voluntad de muchos, contra la apática, insensible y cruel actitud de otros, motivada por ambiciones que nos distancian de esa meta imprescindible. Retomar las esencias de nuestra condición humana, puede ser la única tabla de salvación frente a los peligros que nos acechan.