Para el presidente Bukele, el ministro de defensa actual es el mejor que ha tenido el país. La Asamblea Legislativa pide su destitución y promete enviar copia de su posición a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y a la Alta Comisionada de los Derechos Humanos. El vicepresidente de la República quiere hacer cambios en la Constitución relativos a los derechos políticos y civiles. Algunos sectores se oponen a ello presuponiendo una maniobra para aumentar el autoritarismo. Buen parte de la discusión se entabla entre quienes manejan la política desde sus propios intereses; los demás salvadoreños quedan al margen, o se les trata de convencer a través de propaganda de que se hagan partidarios y votantes de unos u otros. ¿Son debates hipócritas?
La realidad de la gran mayoría, pobre o vulnerable, va por un lado y el de la minoría que maneja y gestiona el mundo de la política va por otro. La verdad es que no ha habido ningún buen ministro de defensa en los últimos 50 años. Todos fueron militares militaristas, autoritarios, encubridores de crímenes de guerra y de lesa humanidad. La necesidad de un ministro de defensa civil y civilista es de suma importancia, pero eso parece no preocupar ni al Gobierno ni a la Asamblea Legislativa, mucho menos a los “prohombres” que analizan los cambios constitucionales. La pugna más bien consiste en ver quién puede poner de su parte a la Fuerza Armada como peso político, a pesar de que la Constitución dice que es una fuerza apolítica.
Por otra parte, los cambios constitucionales de los que habla el vicepresidente se refieren mayoritariamente a los mecanismos que controlan los derechos civiles y políticos, dejando de lado los derechos económicos y sociales. De nuevo, la pugna es sobre aquellos aspectos que son de interés para la minoría de la población que tiene acceso o incidencia real en la política. Los derechos económicos y sociales no les interesan o los ven como algo secundario, importantes solo cuando les reporta beneficios. La gran mayoría queda al margen de la discusión y sujeta a ser manipulada por el sector de quienes viven bien y desean mantener el desarrollo desigual e injusto que caracteriza a El Salvador.
Ahora los diputados acuden a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Pero cuando esta recomendó en el año 2000 reabrir los casos de monseñor Romero y de la masacre en la UCA, un buen número de ellos aplaudieron al entonces presidente de la República, que declaró que no seguiría las recomendaciones de la Comisión mientras se embolsaba dinero de Taiwán para beneficio de su partido. Cuando los defendidos por la Comisión o por el Alto Comisionado son reos, los diputados se vuelven sordos. En esto están unidos con Nayib Bukele y sus funcionarios. Al fin de cuentas, todos ellos pertenecen al sector privilegiado del país.
Los grandes problemas nacionales (desigualdad, bajos salarios, economía informal, poca eficiencia del Estado en la gestión de los derechos económicos y sociales) no se abordan más que en la propaganda y en discursos demagógicos. Se insiste, por ejemplo, en que la gente se lave las manos en este tiempo de pandemia, pero más de la mitad de los hogares no tiene servicio continuo de agua para consumo y saneamiento. Se recetan recomendaciones de un mundo civilizado e ilustrado como si todos pudieran cumplirlas. No faltan quienes dicen que, al menos de momento, hay lluvia suficiente para que quienes no tienen agua la recojan de sus techos. Así, el cinismo se suma a la hipocresía.
La hipocresía proviene de una palabra griega que literalmente alude a lo que está por debajo, oculto, en decisiones y juicios. Los griegos la referían a la representación de un papel teatral, tal como acá funciona la política: una forma de hacer teatro. Con el agravante de que se hace teatro en favor de intereses particulares. El interés general no aparece más que en declaraciones generales, pero sin ánimo real de serle fiel. Mientras las élites políticas, económicas y sociales de El Salvador no se liberen de su hipocresía y miren con mayor atención a los derechos económicos, sociales y culturales, muchos de sus debates serán estériles y el país seguirá cargando con su injusticia, su violencia y el desamparo de los pobres y vulnerables.
Editorial UCA