Las Palas y el Fusil

Por: Francisco Parada Walsh*

En la remota aldea el día transcurría con normalidad, a pesar de ser la época lluviosa el calor era insoportable; los nativos realizaban diferentes actividades; sin embargo nadie podía ocultar la tensión en sus rostros, muchos hogares apenas tenían para comer, algunos habían perdido sus trabajos por una misteriosa enfermedad que mermó a la comunidad; todo parecía en calma cuando una pertinaz lluvia empezó a caer sobre la sencilla aldea; todas las comunidades vecinas se comunicaban entre sí por el sonido de tambores, así, los aldeanos sabían cuándo el peligro de una inundación o derrumbes acechaban a las comunidades; sin embargo el cacique recién elegido asumiendo poderes divinos dio órdenes de suspender toda forma de comunicación entre las aldeas alegando que él tenía milagrosos dones que por supuesto superaban a la tradicional y rústica forma de avisar de un futuro desastre.

Nadie se percató que en un lejano cerro había una cruz que era adorada por los antepasados; ya los jóvenes aldeanos poco respeto guardaban a las tradiciones y fue justo en donde la cruz estaba enterrada que empezó a formarse un gran agujero, poco a poco se fue llenando de agua y nadie se dio cuenta, mientras algunas mujeres preparaban el almuerzo a lo lejos escucharon un retumbo, no quedó tiempo de nada, todo sucedió tan rápido que cuando el ruido del deslave era mayor apenas pudieron salir de sus sencillas chozas; todo era un desastre, la mayoría de las casas fueron arrasadas, los gritos de las personas que arrastraba el derrumbe eran aterradores, las vacas intentaban salir de ese río de maldad sin embargo eran sepultadas, muchas madres salían a querer rescatar a sus hijos y eran arrancadas cayendo en esas toneladas de fango; todo era llanto, dolor y gritos, algunos miraban hacia el Cielo como queriendo encontrar una respuesta a lo sucedido, otros se arrodillaron a orar, muchos pedían perdón por haber dejado de llevar las ofrendas al altar en lo alto del cerro; en esa confusión eran los hombres los que trataban de buscar a las personas desaparecidas, todo era en vano, todo; poco a poco empezaron a llegar nativos de otras comunidades cercanas, muchos buscaban bajo el lodo deseando encontrar algún sobreviviente, sin embargo no encontraban nada; todos los hombres empezaron a buscar azadones, palas y todo instrumento que les ayudara a cavar, escarbaban con todas las fuerzas tratando de encontrar a alguna persona, se podía ver el llanto que se confundía con el sudor en el rostro de los hombres, a pesar de la fatiga y la desesperanza no cesaban en la búsqueda; de aldeas lejanas empezaron a llevar comida, cobijas, ollas, maíz, algunas bestias que les pudiera ayudar; el dolor que los sobrevivientes vivían no detuvo a las mujeres a que empezaran a preparar algunos alimentos para los hombres que no cesaban en la búsqueda; llamó poderosamente la atención que llegó un emisario del cacique, este hombre, sabedor de que esa tragedia se debía en parte por haber prohibido toda forma de comunicación entre las aldeas dio la impresión que poco importaba lo sucedido; poco a poco fueron llegando más hombres enviados por el cacique, muchos no tenían ni idea de lo que hacían sin embargo y al parecer querían dar una imagen de que les importaba la remota comunidad; al principio los aldeanos vieron con agrado la ayuda que fue enviada por el jefe de la comarca sin embargo poco a poco se dieron cuenta que estas personas en vez de ayudar, estorbaban; fue una aldeana de nombre Liliana Vuh que no pudo contener su ira, había perdido a toda su familia y encaró a los enviados diciéndoles que mejor se marcharan, que preferían que fueran los aldeanos los que continuaran el trabajo y era un secreto a voces que se acercaba la fecha de la elegir a un nuevo cacique y ya el malestar aumentaba entre la comunidad, los gritos de: “Déjennos solos, no nos estorben” empezaron ser cada vez más fuertes, apenas se escuchaba el ruido de las palas cuando ven llegar a varios hombres, todos eran los que le brindaban seguridad al cacique, llamó la atención unos hombres que cargaban unos viejo mosquetes; la ira entre los aldeanos aumentaba, no podían dar crédito que ante el dolor y la muerte y tantos desaparecidos lo que se necesitaban eran palas y no mosquetes para atemorizar a una aldea que había sufrido casi su desaparición completa; el reclamo y los gritos eran mayores, el dolor y el llanto no eran impedimento para los aldeanos queriendo rescatar a los suyos; de a poco todos los hombres que llegaron enviados por el cacique se fueron yendo, calladitos, con las patas entre la cola; todos trataban de pasar desapercibidos y se podía ver en el rostro de algunos, la vergüenza, no era en todos. Fue el líder de la aldea quien reunió a su gente, era un hombre de tez oscura, cabello canche quien cansado de tanto engaño dijo a los reunidos: “No olviden esas caras, nos quisieron engañar, no debemos elegir nuevamente al cacique, pues nos ha fallado…”

*Médico salvadoreño

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