Por: Prof. Mario Juárez
Valentina era un árbol de hojas secas, plantado en un terreno poco propicio. Su rostro, de una blancura enfermiza, parecía marcado por una tristeza, por un aspecto pobre; sin embargo, sus movimientos y su voz eran ágiles. Sus ojos expresaban una dulzura y resignación cristianas. Su ropa sencilla traicionaba formas jóvenes; y si fuera feliz, hubiera resultado deslumbrante y su historia habría sido materia para un libro. Se había criado con la tía Leonor, que le había abrumado con sus penas, achaques y arrebatos de cólera.
Un día supo que su padre –quien la había abandonado hacía veintiséis años- regresaba desde Italia. Su corazón pugnó por salir de gozo. Roberto llegó a principios de diciembre de 2020. En el aeropuerto, de entre la fila de pasajeros apareció un tipo alto, fornido, de rostro afable, con bigote espeso. Sus ojos buscaron a la señora y a la joven. “¿Acaso eres Valentina?” “Ay, mi niña, ¡qué hermosa te encuentro!” -dijo, reconociendo a su hija.
Tantos soles y lunas pasaron juntos. Hicieron planes y proyectos: el primero, la adquisición de una casa; el segundo, la iniciación de una carrera universitaria; y el tercero, el de instalar un negocio rentable.
A menudo se les veía tomados de la mano rumbo al pueblo, riéndose y haciéndose caricias, como dos enamorados. Valentina, como un lirio, desafiaba con su elegancia, su sencillez y sus modales. Sus carcajadas salían con gran libertad y naturalidad. Sus mejillas encendidas llamaban la atención de cuantos le miraban.
Y aunque no muchos se alegran de ver ojitos bonitos en cara ajena, la prima Leonor padeció las punzadas de la envidia, la calumnia y la avaricia. Era tal su incomodidad y tormento, que empleó su malicia para descreditar al padre y a su hija. Como tantas almas estrechas que sufren por el bienestar de los demás, un día les dijo que se marcharan de su casa. “Prima, danos un par de días para encontrar alojamiento”, le suplicó Roberto.
Y también es cierto que una desgracia nunca llega sola. De un momento a otro, Roberto se sintió mal; tuvo dificultad para respirar, le faltó el aliento, comprobó que ardía de fiebre y le dolían los huesos. Pensó que sólo se trataba de un simple resfrío, que pronto se esfumaría.
El genio de la peste aún danzaba en la ciudad. Valentina corrió en busca de un galeno quien, tras examinar con ojos expertos a Roberto, declaró que debía ingresar de inmediato al hospital El Salvador.
Un día su teléfono sonó. Era su padre, quien le dijo: “Estoy bien, hija; no te preocupes. Ya pronto estaré contigo… Además… uno nunca sabe…”
Un rayo de esperanza enamoró a Valentina y decidió decorar con globos la habitación de él para celebrar su regreso. Sin embargo, la alegría le duró poco; dos días después recibió una llamada, anunciándole que él había fallecido.
Los llantos de ella eran lo único que se escuchaba a una distancia prudente de la tumba, pues el protocolo sanitario establecía que sólo a dos personas se les permitía presenciar de forma directa el entierro. El cielo se tornó gris y comenzó a llorar. Los golpes secos de tierra sobre la madera del ataúd resonaron funestos en el alma de la chica. El acta de defunción declaró que la COVID-19 había besado a Roberto.