Por: Prof. Mario Juárez.
Los ojos de lince de Mauricio se detuvieron en la figura femenina, que había caído como una flor del campo en medio del mar de gente. La mujer atraía todas las miradas en la acera; vestía todo de negro, desde la diadema hasta los tacones, moviendo su cuerpo esbelto con donaire. Los bajos instintos del taxista acudieron en tropel y, acercando su carro a la cuneta, hizo sonar el claxon: “Hola, señorita, ¿necesita taxi?”, le preguntó, entre esperanzado y temeroso, pues en su condición humilde de un “Don Juan” al estilo salvadoreño, no consideraba que tal mujer, cual joya preciosa, quisiera subirse a su auto. “No, gracias”, le contestó ella. “Permítame que la lleve; mire el gran aguacero que viene”, insistió él. Y era cierto; sobre la ciudad danzaban unos nubarrones negros y amenazadores, y ya caían pesadas gotas de agua con olor marino. “Está bien, pues”, dijo ella, abriendo la puerta.
El avezado taxista, mientras conducía, no dejó de lanzarle miradas libidinosas a la mujer quien, permanecía expectante con la inocencia y la gracia de sus ojos negros. Su boca era un coral y sus dientes parecían perlas.
¿Cuánto me cobrará por la carrera? -preguntó ella al fin.
-¡Nada! ¡Me ofende usted! ¡Con gusto la llevo hasta el fin del mundo!
En la mente del hombre se fraguaba una lucha de sentimientos buenos y malos; al fin decidió abrazar estos últimos, ya que los atributos de ella lo desconcertaban. Sacó de su pecho su gallardía y arremetió con cumplidos; sabe que está eclipsado y es difícil detenerse en sus propósitos. En su delirio piensa: “¡Ya la hice!”
-¿Qué champú usa usted en su cabello, que lo tiene tan bonito? -dice él, por decir algo.
-¡Ah, gracias! Uso Pantene. ¡Me lo deja bien lisito!
-Y, a todo esto, ¿a dónde la llevo?
-A Panchimalco. Allá vivo -murmuró ella, con un dejo de misterio.
Luego de muchas curvas y pendientes, entran a una carretera desolada y larga. A pesar de que no es mediodía, el cielo insiste en su negrura, pero no llueve, sólo es un asomo de lluvia. El taxi sufre un colapso. ¡Bueno, y esta babosada pues! ¿Qué le pasará hoy?
-Tal vez le hace falta gasolina -dijo ella-. ¿Por qué no lo revisa?
Él se baja tembloroso y confundido. Cuando regresa a su asiento, se encuentra con la mujer, y con asombro, ve cómo aquella piel tan fresca de su rostro, hoy cuelga, desintegrada; aquella boca de fresa y perlas, es una boca grande y colmillos afilados; aquel cabello tan brillante y sedoso, ahora no es más que un amasijo de pelos grises; aquellas manos de nácar, son ahora unas palmas secas y descoloridas; aquella voz tan sensual, es hoy una carcajada siniestra…
Mauricio quiso gritar, pero su voz no emitió un sonido; quiso correr, pero sus piernas no respondieron. Se desmayó.