Por: Prof. Mario Juárez.
Fue hace unos cinco años; pero él ya conocía a Milena desde antes. Solía verla en el pasaje o en la calle, y sólo se limitaba a saludarla y desearle lo mejor a donde fuera; sin embargo, sólo el tiempo pudo madurar lo que había en él y lo que había en ella.
Por esos días, Milena estaba acompañada con un hombre rudo e ignorante. Tenían un hijo achacoso.
Un día el hombre entró en el delirio de viajar al extranjero, como muchos en la actualidad. Se fue en barco a México. Al principio les escribió y les mandó cosas; después ya no se supo de cartas, de dinero, ni de él. Ella entonces sudó el cuero como dicen; se esforzó y decidió cuidar a su retoño, como fuera. Como no tenía estudios, como pocos los tienen y ni les interesa, se puso a disposición de un militar indemnizado y descoyuntado, al que cuidó y atendió durante varios años.
El tiempo se deslizó. Él ya había terminado su bachillerato, iba bien encaminado a la universidad, y era un joven de veinte y tantos años. Ella pasaba los treinta. A pesar del tiempo y del trabajo, Milena conservaba su cuerpo blanco y fresco. No parecía haber tenido mayor desgaste.
Por eso, un conjunto musical de esos que tocan cumbias y merengues, la había contratado para que cantara en algunos lugares del país. En el día, lavaba y planchaba ajeno; en la noche, cantaba y bailaba. Era feliz. No podía pedirle más al cielo.
Como ella solía volver ya un poco tarde en la noche, muchas veces Nery la esperaba para dormirse tranquilo, hasta después de haber oído sus pasos. Una noche decidió esperarla afuera, en la calle. Cuando la vio aparecer en la esquina, él sintió que se paralizaba su corazón. Ella traía pegado a su cuerpo un vestido color naranja, con lentejuelas y volantes por todos lados. Sus zapatos de charol y con pasador sonaban como madera seca sobre el asfalto. “Hola, Nery, ¿qué estás haciendo a estas horas? –le dijo ella. Entonces Nery supo que era necesario hablar; pero su lengua se le hizo un nudo en la boca. “Es que… porque… no sé…” -logró balbucir.
Luego ella alzó la vista y le clavó a él una mirada penetrante como queriendo saber su verdadera intención.
Lo que siguió, él prefiere guardarlo como un recuerdo cálido. Sólo puede atestiguar que esa noche y otras no se han borrado de su mente; aquellos besos y abrazos, aquellas palabras de ternura, que lo llevaron al gozo y al padecimiento.