Por: Serge Halimi*
El 9 de enero de 2021, once días antes del final del mandato de Donald Trump, e incluso cuando una parte de sus fieles republicanos lo habían abandonado, Twitter decidió cerrar su cuenta, y Facebook suspenderla.
Las fechorías del ex presidente no eran sin embargo más letales que las de la Central Intelligence Agency (CIA) u otros jefes de Estado cuyas cuentas nunca se vieron amenazadas: pretender (erróneamente) que su derrota electoral había sido causada por un fraude no era más repudiable que haber amenazado (por Twitter) a Corea del Norte con un ataque nuclear.
Y los “discursos de odio” que las plataformas electrónicas le reprochan hoy a Trump, tras haber sacado un enorme provecho de ellos, no igualan la gravedad extrema de aquellos que esas mismas redes “sociales” difundieron en Myanmar o en India contra las minorías musulmanas.
Pero Twitter y Facebook no se caracterizan ni por su coherencia ni por su valentía. Animados por la increíble mansedumbre con la cual tanto gobiernos como individuos los han dejado actuar y crecer, supusieron que todo les estaba permitido.
Que puedan cerrarle la boca al Presidente de Estados Unidos expresa la dimensión vertiginosa del poder que han adquirido. Pero cuando la derecha estadounidense se indigna, uno se ve casi tentado a responderle: ¿acaso no fueron ustedes y sus pensadores de Chicago los que instalaron la idea de que el poder público no debía controlar ni el poder de las empresas ni la fortuna de sus propietarios, legitimados según ustedes por la libre elección de los consumidores? (1)
Pues bien, hoy se han vuelto víctimas de ese “populismo de mercado”. La Primera Enmienda de la Constitución estadounidense protege la libre expresión frente a la censura del Estado federal y los gobiernos locales, pero no de las empresas privadas en situación monopólica. Su “expresión” es vuestro silencio. Vae victis, en suma, y ¡todo el poder a las Gafam (2) cuando los hacen callar!
Sociedades disciplinarias
Ahora bien, he aquí el otro peligro de la gente peligrosa y las ideas que expresan. Se acepta todo para protegerse de ellas, incluso la suspensión indefinida de las libertades comunes.
Pero cuando se trata de combatir las ideas terroristas, racistas, antisemitas, “separatistas”, la guerra nunca se gana, y menos aun se termina, con una capitulación oficial del vencido. Sólo conocerá un estado de excepción que perdura y se endurece. Nada más fácil, en efecto, que identificar un objetivo detestado al que nadie desearía quedar asociado, y luego ampliar continuamente el perímetro de los anatemas y las prohibiciones.
Los adversarios de las guerras de Afganistán e Irak fueron calificados de abogados de Al Qaeda; los críticos a las políticas de Israel, de antisemitas; aquellos a los que el sermoneo universitario importado de Estados Unidos abruma, de trumpistas o racistas. En casos semejantes, ya no se busca contradecir a sus adversarios, sino hacerlos callar.
Y fue así, en medio de un silencio preocupante, que el asesinato de Samuel Paty sirvió de pretexto para la disolución del Colectivo contra la Islamofobia en Francia. Como si, día tras día, lejos de ampliar el perímetro de las libertades, la explosión de las comunicaciones instaurara sociedades disciplinarias que nos condenan a ir y venir entre nuestros lugares de encierro.
1. Un argumento formulado por el pensador reaganiano William Buckley Jr. Véase Serge Halimi, “El pueblo contra los intelectuales”, Le Monde diplomatique, edición Colombia, mayo de 2006.
2. Google, Apple, Facebook, Amazon, Microsoft.
*Director de Le Monde diplomatique.