El especialista analiza qué es un conflicto y qué una crisis, y las respuestas posibles que se abren en cada caso. La pandemia, una crisis global con múltiples respuestas. El caso del estallido social chileno.
Por Natalia Aruguete.
“Miradas simples sobre fenómenos complejos”. La frase del consultor Mario Riorda resume el tipo de abordaje que proponepara analizar y aprender de las crisis, plasmado en “Cualquiera tiene un plan hasta que te pegan en la cara” (Editorial Planeta). En esta entrevista de Página/12, el experto en crisis dialoga sobre las preocupaciones centrales que quedaron plasmadas en el trabajo que realizó junto a la especialista en psiquiatría y psicología médica, Silvia Bentolila, quien fuera, además, fundadora y coordinadora general de la Red de Salud Mental en Incidente Crítico, en la Dirección de Manejo de Emergencias Sanitarias y Catástrofes del Ministerio de Salud de la Provincia de Buenos Aires.
–¿En qué reside la diferencia entre un conflicto y una crisis? Distinción que enfatizan en el libro, de cara al análisis que proponen.
–En el mismo sentido, ¿en qué se distingue la comunicación de crisis de la comunicación de riesgo?
–La comunicación de crisis y la de riesgo tienen alto nivel de hibridación, aunque son distintas. El riesgo es alertar, poner en evidencia a la sociedad que existe una amenaza o peligros potenciales. El riesgo tiene una tarea de construcción social, de crear conciencia frente a algo que puede dañarte. Y hay dos tipos de riesgo: un riesgo hipotético previo, que trabaja antes de que una crisis se produzca para concientizar si llegara a producirse o procurar evitarla. El otro tipo de riesgo se da una vez que la crisis se presenta, lo cual requiere actuar frente a fenómenos inevitables. Por ejemplo, yo puedo concientizar a la ciudadanía de qué hacer frente a un riesgo sísmico, pero no puedo evitar el sismo. La tarea del riesgo es claramente preventiva y siempre implica un cambio conductual. La crisis tiene lugar cuando el riesgo está presente; allí, la tarea es recuperar parte de la situación disruptiva, normalizar esa excepcionalidad, tratar de buscar un orden, una previsión futura. No trabaja necesariamente sobre la conducta, sino sobre la idea de establecer trayectorias futuras que me den certeza frente a un contexto totalmente cargado de incertidumbre.
–¿Cuáles son los impactos de negar una crisis, del miedo ante la crisis y su consecuente paralización?
–Una de las respuestas más inercialesde la gestión de crisis es la negación, bajo diferentes modos: el reconocimiento tardío, la derivación de la culpa en terceros, la externalización de la responsabilidad buscando culpables.
–¿Qué efectos tiene el delegar la responsabilidad en otro/s?
–Atribuir la responsabilidad a terceros cuando en general eso debe ser lo último en una crisis. Hago un paréntesis: una crisis generalmente se cierra con dos tipos de acciones: 1) la clausura o el cierre operativo: mitigo, restauro, freno, acompaño, asisto a sectores vulnerables. Es decir que una crisis acaba cuando operativamente hay una presencia que, de una u otra manera, asiste a personas cuya disrupción los afectó. El otro elemento es la clausura política, la certeza de la responsabilidad. Esto es lo último que se produce en la crisis, pero, cuando toma la forma de la negación, aparece temprano. En esas ocasiones en las cuales la política busca responsables, las crisis se agravan en múltiples aspectos.
–¿En cuáles aspectos, por ejemplo?
–Hay crisis que se denominan “de sombra larga”. La permanencia de la crisis a lo largo del tiempo, sin clausura política ni operativa, implica un mayor sufrimiento para quien padece la crisis, porque aparecen posturas carentes de racionalidad, reemplazadas por actitudes emotivas. Es allí cuando la crisisse expresa como crisis sistémica y redunda en agravamiento o aceleración. Yo diría que hay dos commodities centrales de las crisis: por un lado, la actuación temprana es un activo muy valioso, especialmente en las crisis de características epidemiológicas; por otro, la transparencia como segundo activo valioso en la gestión de la crisis.
–En varias ocasiones identificó a una serie de países, con gobiernos y sociedades muy distintas, como los que fueron capaces de gestionar eficazmente la pandemia por covid-19. ¿Qué distingue a esos países y cuáles son los denominadores comunes?
–El control. En algunos países, entendido desde la perspectiva democrática y sustentado en la cultura ciudadana. En otros, sostenido por la ausencia de democracia. Podemos ver Singapur como un proceso no democrático donde el control es posible en una escala pequeña, y China, en una macro escala con acciones de control. Pero también contamos con experiencias democráticas, como Corea del Sur o Nueva Zelanda. En esta última, la confianza pública permite y promueve el autocontrol. Apoyándome en las experiencias democráticas, y en Nueva Zelanda en particular, veo características fabulosas. Aquí nos quejamos de que a partir de tal hora el control del Estado hace que, por ejemplo, no podamos salir a hacer tal cosa. Nueva Zelanda es un país que, culturalmente, a las 6 de la tarde prácticamente baja sus persianas, no por la covid sino que lo hace históricamente. Un país con una cultura de slowlife, una vida relajada. Allí, el control duro es menos necesario porque el autocontrol forma parte de la cotidianeidad.
–¿Cómo se traduce ese autocontrol en las posibilidades de evitar contagios y acatar ciertos cuidados?
–Cuando la confianza colectiva funciona, la trazabilidad del Estado no genera resquemor en la ciudadanía. El otro elemento fundamental en estos países es el desarrollo tecnológico para la trazabilidad de las personas. El caso más importante lo ha tenido Nueva Zelanda y se posó sobre el sistemade emergencia de tsunamis. Israel, por su parte, basó su estrategia en el sistema de alerta terrorista. Se da una condición tripe: hay cultura, hay tecnología y, particularmente en Nueva Zelanda, condiciones de insularidad que permiten un aislamiento más potente que otros países.
–Durante la pandemia, hubo responsabilizaciones excluyentes, que recayeron mayormente en los Estados. Pero ciertamente, es necesario una responsabilización –y una respuesta– colectiva, asumida por los Estados aunque también por la ciudadanía. ¿Qué rol juega la confianza pública en este vínculo?
–La confianza pública supone una equivalencia entre niveles de consenso ciudadano que, de uno u otro modo, ameritan una dinámica de autorregulación colectiva. El Marco de Sendai orienta la gestión del riesgo, especialmente en situaciones de desastre. Se trata de acuerdos que duran diez años y se vuelven a discutir mundialmente desde Naciones Unidas. El planteo es que el riesgo debe ser una construcción social. Uno puede entender una respuesta rápida y de corte represivo por parte del Estado cuando hay un “riesgo súbito” que sorprende a los gobiernos con poca capacidad institucional y sin otra opción. Lo que no puede suceder es que, por caso, después de un año desde el inicio de la pandemia ésa siga siendo la única dinámica ordenadora de nuestras sociedades.
–¿En qué sentido?
–La construcción social del riesgo implica una serie de premisas: el codiseño de los parámetros del riesgo; la cogestión de los parámetros del riesgo; y la corresponsabilidad de la gestión del riesgo. Cuando los gobiernos no trabajan sobre los puntos del codiseño y la cogestión, les resulta muy difícil exigir corresponsabilidad a ciudadanos que no hayan sido parte de la discusión de los parámetros que regulan su vida. Un ejemplo de ello son los protocolos, que suelen ser decididos por las élites. Entonces, el codiseño, la cogestión y la corresponsabilidad requieren pensar que las políticas de riesgo son efectivas en tanto y en cuanto se transforman en parámetros culturales para que la percepción de la sensación de ser impuestas sea mucho más chica que la sensación o percepción de sentirlas como optativas por parte de la ciudadanía. Cuando ocurre lo segundo es que hay cultura del riesgo. Cuando se produce lo primero, hay una imposición del riesgo y, por ende, la respuesta es menos efectiva. La actuación de la política en la gestión del riesgo debería ser más horizontal que vertical.
–En el libro plantean que la estrategia en la comunicación del riesgo debe ir de la mano de la ética del cuidado. ¿Cómo incorporar este vínculo vital en el marco de la pandemia?
–Hay un documento de la Comisión Europea donde se resaltan algunos fallidos de la última pandemia, la H1N1, relativos a la ausencia de principios comunicacionales en las grandes campañas. Especialmente, en el momento de la vacunación. Lo que más ruido generó fueron las contradicciones entre la ética individual y la ética colectivista o social. Ese documento asume que debe haber planteos sobre las afectaciones éticas de la gestión, en un marco en el cual hay una tensión constante entre libertad y colectividad.
–¿Qué rol juega la ética del cuidado en este escenario?
–Es un modo de resolverlo. Pongamos un caso: ¿cómo se decide quien muere en las situaciones europeas? Es brutal, no hay ética del cuidado que valga. ¿Cómo se resuelve la libertad de andar, la libertad de educarse versus la restricción de que sea posible una educación in situ? Está lleno de tensiones. En ocasiones, la política optó por probar o tensar la cuerda a ver hasta dónde aguantaba su propia decisión, no comulgada con el resto de la sociedad, no co-construida socialmente. De allí la gran cantidad de marchas hacia atrás sobre decisiones muy liberales y marchas atrás tamizadas por colectivismo al revés, donde la exigencia individual reclamaba menos de esa dureza. Esto explica la precariedad de los consensos, la volatilidad de los gobiernos donde pasan cosas raras.
–¿Estos rasgos los ve en la pandemia exclusivamente o son extensibles a otros contextos?
–Hace dos meses asumió un presidente interino con mucho respeto en Perú; hoy no solo están pidiendo su vacancia sino que su imagen está derrumbada. Hace cuatro meses, el modelo paraguayo era exitoso en la gestión de la pandemia; ahora está viendo hasta cuándo aguanta o si se avanza en un proceso de impeachment. Durante un año, el presidente chileno tuvo un nivel de aprobación inferior al 10%; hoy, con record a nivel mundial en su campaña de vacunación, celebra porque ha llegado al 20% de imagen positiva. El nivel de cansancio de las sociedades se refleja en una serie de valores: frustración, desesperación, incertidumbre, impotencia, ansiedad y agobio. Si no consideramos que lo que hagamos en este marco puede generar altos niveles de susceptibilidad y fuertes confrontaciones, estamos frente a un serio riesgo que va mucho más allá que la ética del cuidado. Un documento del FMI que analiza 1100 conflictos que significaron crisis en 130 países desde 1985, lo que incluye muchas epidemias, afirma que el gran problema de estas crisis es que la tensión se observa a los dos años. En ese lapso hay muchas chances de que se produzca una “crisis de confrontación”, es decir conflictividad social agravada. Se erosiona el tejido social, se pierde la capacidad de respuesta del Estado. Cuando vemos que un Estado actúa muy rápido, a veces sin lograr consenso, esa gravedad adquiere niveles inusitados.
–En el libro, parten de la hipótesis de que no todos somos resilientes. ¿Cuáles son las condiciones de posibilidad de la resiliencia en una crisis?, ¿qué tipo de intervenciones, de acuerdos, de dinámicas y estrategias son necesarias para lograr la resiliencia?
–Si evito la posición pesimista, como mínimo me ubico en la posición escéptica. La literatura sobre crisis plantea que la capacidad de aprendizaje individual y social e institucional a partir de las crisis es muy baja. En general, las sociedades aprenden muy poco de estos procesos, que significan: primero, una fuerte negación de un pasado reciente. Segundo, un hecho negativo futuro tapa un hecho negativo presente. Y tercero, a las fallas les sigue un cambio de personas más que un cambio de sistema. Esta es la triple condición que explica por qué las sociedades y las instituciones aprenden poco de las crisis. La resiliencia implica una adaptación o la generación de nuevos recursos para capacidades nuevas que te han expuesto a una vulnerabilidad. Por ejemplo, una persona que no tenga un entorno social que la contenga tiene menos chance de ser resiliente que aquella persona que sí lo tiene. La resiliencia requiere de capacidades sociales e institucionales, de la existencia de alguien o algunos que te contengan, empezando incluso por el Estado y las políticas sociales que ese Estado sea capaz de proveer.
–Salgo del plano de la pandemia. ¿Por qué no es sorpresa que se hayan producido crisis y estallidos sociales en varios países de la región?, ¿cuáles son las causas relativas al manejo de esas crisis? Pienso en la demora que mencionaba y hasta en la propia negación de la crisis.
–En América Latina hubo muchas crisis de confrontación pre-pandémicas. Quizás las más graves hayan sido las de Ecuador y Chile –donde el lema fue “no son 30 pesos, son 30 años”–, aunque también la de Bolivia y, en menor medida, Colombia. Tardíamente Nicaragua, muy tardíamente Perú. La de Chile, por caso, que fue de cocción lenta, la definimos como una crisis crónica, que en determinado momento se trasforma en aguda a raíz de algún hecho que la objetiva y que requiere de una concepción de quien actúa, o una presión en quien actúa y gestiona la crisis. Ese tipo de crisis no admite dilación alguna. No fue por el aumento en el metro en Chile, no se debió a la eliminación de un subsidio al combustible en Ecuador. Eran crisis que se estaban gestando y fueron tomando una forma crónica. La particularidad de todas estas crisis es que, independientemente de su gestación crónica, hubo un ejercicio de mala praxis, política y, sobre todo, de comunicación política.
–¿A qué se refiere puntualmente con esa mala praxis en la comunicación política?
–Hay mala praxis cuando la respuesta en el marco de una crisis incipiente no solo no mitiga la crisis, sino que la agrava o la expande. En el nivel político, una crisis es un reacomodamiento relativo de poder, donde alguien gana y alguien pierde. Por ejemplo, demostrar más poder del que se tiene. La respuesta comunicacional y estética frente a los y las que protestaban fue mostrar más poder del que efectivamente tenían. Con “estética” me refiero a la imagen de presidentes o presidentas con todo el arco de seguridad o el arco de defensa detrás, evidenciando un poder que literalmente se había perdido en términos reputacionales, en términos del control de calle. Incluso, manifestaciones que antes implicaban, aun dentro del orden democrático, ciertas chances de control, hoy no solo no generan más dosis de control sino que promueven más descontrol en tanto aumenta el contagio en el descontento frente a esa situación represiva. En el caso chileno, concretamente, se trata de un poder que no vio la merma de su propio poder y la caída de su legitimidad, con efectos sociales y políticos devastadores: muertos, paralización del país, enfrentamiento social agravado, quiebre casi total de las instituciones.
Fuente: Página/12