Intolerancia contra el migrante

Por José María Tojeira.

La intolerancia contra el migrante está creciendo, y no solo en el mundo que llaman desarrollado. También en nuestros países latinoamericanos, tan acogedores de la migración en algunos momentos de principios del siglo XX, se está dando el mismo fenómeno. El éxodo de venezolanos a los países limítrofes o cercanos, la llegada de nicaragüenses a Costa Rica, de centroamericanos a México, al tiempo que encuentra gente muy solidaria, sufre serios rechazos, cuando no abusos graves. El Salvador, que recibió migrantes hace un siglo, empuja a su gente hacia el exterior en pos de un mejor salario. Primero a las plantaciones bananeras de Honduras y, después de la guerra con el país hermano, hacia los Estados Unidos, principalmente.

De nosotros se suele decir que una tercera parte de nuestra población ha migrado y vive fuera de las fronteras patrias. El apoyo económico que muchos salvadoreños reciben de sus parientes migrantes se ha convertido en el principal factor de reducción de la pobreza y fuente de alivio para una economía demasiado maltrecha. A lo largo de la posguerra, pocos políticos han dejado de alabar a nuestros hermanos migrantes. Incluso se desarrolló un sistema de consulados, extendido por diversas ciudades de México y Estados Unidos, muy superior en calidad y servicios al de otros países del área. Por eso llama la atención que en los estertores finales de la actual Asamblea Legislativa se haya intentado sacar una ley que al castigar con dureza la trata de personas, criminaliza la solidaridad con los migrantes.

La Ley Especial contra el Tráfico Ilegal de Personas fue vetada (bien vetada, esta vez) por el presidente de la República. Contiene serias ilegalidades, como no respetar el principio de territorialidad y posibilitar la persecución penal por cometer acciones que en El Salvador serían delictivas, pero fuera del país no lo son. Por ejemplo, albergar a un migrante sin papeles en su viaje hacia Estados Unidos. Aunque resulte chocante decirlo, esto es tan absurdo y brutal como lo que hacían en sus años más dictatoriales los regímenes comunistas, que podían meter presa a una persona que recibía a un sacerdote en su casa. Cuando vimos fotos de mujeres mexicanas lanzando agua y alimentos a los migrantes que viajaban en el tren al que llamaban La Bestia, sentimos el orgullo de saber que la fraternidad triunfaba sobre los prejuicios racistas y xenófobos. Hoy, algunos diputados salientes parecen desear que vaya preso cualquier salvadoreño al que se le ocurra dar un pan y café a una mujer o a un adulto mayor que camine en una caravana.

Quienes defienden esa ley pueden decir que exageramos, pero la normativa es tan general, tan poco específica en algunos aspectos, que puede dar lugar a confundir el tráfico ilegal de personas con la solidaridad humanitaria con el migrante. Está bien perseguir a quienes ponen en riesgo a los salvadoreños en su viaje hacia Estados Unidos, pero no son traficantes todos los que albergan, aconsejan o ayudan (incluso con dinero) a quienes deciden migrar. Decir que para prevenir la migración hay que desarrollar políticas públicas es algo tan amplio que se termina no diciendo nada. No podemos engañarnos: el Estado salvadoreño ha fallado sistemáticamente a la hora de cumplir con su deber constitucional de brindar al ciudadano “bienestar económico”. No es de extrañar que muchos ciudadanos confíen más en los coyotes traficantes que en los coyotes políticos. Y peor todavía si estos últimos hacen más difícil la migración.

* José María Tojeira, director del Idhuca.

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