Por Rodolfo Cardenal.
El discurso oficial intenta justificar el golpe de Estado como una “limpieza” de corruptos e incompetentes. Internamente, mientras la población no se movilice, como en Colombia, donde detuvo una subida de impuestos, solo queda protestar, ya que el mandatario impone sus dictados con la Policía, el Ejército y la intimidación. Externamente, en el horizonte se levantan nubarrones que anuncian tormenta. Bukele intentó despejarlos con una malhadada intervención ante el cuerpo diplomático. Aunque se puso a la defensiva, no supo explicar lo ocurrido, a pesar de la verborrea jurídica a la que sometió a los embajadores. Empeoró las cosas al difundir el encuentro, supuestamente privado. Dos errores diplomáticos lamentables; una torpeza propia de provincianos. La ausencia del representante de Washington y las reacciones críticas de los embajadores presentes son elocuentes.
A juzgar por esa y otras intervenciones, el mandatario no ha caído en la cuenta que su régimen autoritario implica el aislamiento internacional, lo cual tiene consecuencias económicas, financieras y políticas. Los mercados ya han resentido la inseguridad jurídica. Invocar la soberanía nacional decimonónica es patético en un mundo globalizado.
La “limpieza de la casa” es un pésimo argumento. En primer lugar, el saneamiento es muy sesgado. Solo se deshace de algunos personajes, vinculados a Arena y al FMLN, y de los funcionarios que incomodan al mandatario. En sus filas militan destacados corruptos, algunos ya conocidos por la justicia. El último ministro de Justicia y Seguridad fue depurado no por usar fondos públicos para fines personales, sino por el atrevimiento de lanzar su candidatura presidencial sin autorización del Supremo. En segundo lugar, la mayoría de los encargados de la limpieza son tan oportunistas, corruptos e incapaces como la suciedad que desechan. La hoja de vida de los sustitutos de los funcionarios destituidos no muestra que sean mejores, al contrario.
En tercer lugar, el medio utilizado para limpiar es ilegal e inconstitucional. Ciertamente, el pueblo “votó por el cambio”, pero no por “el que estamos viendo”, como insiste el oficialismo, dado que no se van todos los corruptos y vividores, sino solo los adversarios de Bukele. El discurso oficial se sirve del pueblo para justificar sus caprichos. La voluntad ejecutada por los diputados no es la popular, sino la del Supremo, erigido en su representante único. Ni siquiera sus diputados tienen voz propia para dar cuenta de sus actuaciones. El Supremo es legislador, juez y ejecutor.
La limpieza emprendida no es concienzuda. El nuevo Fiscal General no deja dudas al respecto. No tolerará que la Comisión Internacional contra la Impunidad actúe como en Guatemala y Honduras, esto es, la corrupción perseguida será cuidadosamente seleccionada y, por tanto, no permitirá que lo presione ni le estorbe. Nada extraño, dados los antecedentes de este curioso funcionario. Los limpiadores esconden basura debajo de las camas. La basura incondicional no solo es tolerada, sino también recompensada. Sus diputados no tienen reparo en alegar que destituyeron a los magistrados de la Sala de lo Constitucional porque sus sentencias no eran del agrado del Supremo. Los reemplazos ocupan sus sillones para complacerlo, al igual que los diputados. A eso llaman gobernabilidad. En realidad, es un régimen dictatorial.
El número no es argumento suficiente para transgredir el orden constitucional. La mayoría legislativa, al igual que cualquier instancia estatal, solo está facultada para proceder conforme a lo establecido en el ordenamiento jurídico. Utilizarla para satisfacer caprichos del Ejecutivo es ilegal y está reñido con el orden constitucional que dice defender. Dicho de otra manera, solo puede perseguir a los corruptos conforme a lo establecido en la legislación. En principio, esto es conforme con la interpretación que Bukele hace del mandato popular, pero actuar como lo ha hecho es arbitrario y caótico. Ni el presidente del Ejecutivo, ni la mayoría legislativa pueden actuar a su antojo.
Asimismo, el mandatario dice verdad al afirmar: “O cambiamos el país o seguimos como antes”. Pero cambiar escudos, colores y símbolos no modifica la realidad nacional. No es “así de simple” como cree. Destituir y sustituir funcionarios arbitrariamente tampoco transforma el país. El oficialismo ha sustituido a unos presuntos corruptos e ineptos por otros cuyos antecedentes muestran sus profundas raíces en la estructura de poder de “los mismos de siempre”. El cambio real demanda funcionarios mucho más lúcidos, preparados y honestos que los designados, y un plan de acción, hasta ahora inexistente, ya que el Supremo prefiere improvisar.
No sorprende, entonces, que la comunidad internacional, excepto China, repruebe el golpe de Estado. Sorprende que el ministro de Hacienda piense que “no ha sucedido nada que no sea normal” y que el vicepresidente, convertido en constituyente, no distinga la legislación estadounidense de la salvadoreña. Más desconcertante es que algunos grandes capitalistas, amantes de la estabilidad y las reglas del juego, se sientan cómodos con el caos reinante. Está por verse si esa complacencia se mantiene cuando Estados Unidos cancele las visas y congele los activos de los protagonistas del golpe de Estado. Esas medidas mostrarán cuán convencidos están del cambio emprendido y cuán leales son al dictador.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero, UCA.