Por Rodolfo Cardenal.
“Que alguien me explique por qué las condenas”, preguntó el presidente al cuerpo diplomático. Una pregunta redundante, ya que la respuesta la tenía delante. El repudio generalizado de la comunidad internacional occidental, excepto China y países como Nicaragua y Venezuela, que guardaron silencio, lo obligó a convocar al cuerpo diplomático para que escuchara su “versión” de lo acontecido el 1 de mayo. Lo sucedido exigía que quien había girado las órdenes explicara sus razones. De hecho, los reclamos no se dirigieron a los legisladores, simples mandados, sino al presidente, que es quien manda.
La convocatoria fue un fiasco diplomático. Los embajadores no aceptaron “su verdad”. El jefe del Estado los trató como adolescentes irresponsables, los emplazó y los acusó de parcialidad y de mal informados. No disimuló el desagrado que le causaron las mesuradas reacciones de los diplomáticos a sus explicaciones. Y la reunión que debía ser privada la difundió luego en cadena nacional. La descortesía, la deslealtad y la falta de tacto muestran que el mandatario no es idóneo para representar el interés nacional; tampoco el suyo propio.
Tal vez la pregunta de Bukele era sincera. “No nos esperábamos en ningún momento una condena internacional, porque no había nada que condenar”. A su juicio, la orden de destituir y sustituir magistrados y fiscal se ajustaba a la ley. Si ese fuera el caso, esa orden peca de insensatez e ignorancia tales que inhabilitan para dirigir el poder ejecutivo. Tal vez su pregunta era retórica, en cuyo caso buscaba intimidar a los embajadores. Los emplazó muy poco diplomáticamente: “¿De qué lado están?”. Y los acusó de arbitrariedad: “Parecería que les pasa lo del encargado de negocios de Estados Unidos, que no escucha nuestra versión”, la única válida. El funcionario señalado públicamente, en la misma línea que Washington, deslegitimó esa versión con su ausencia.
El despropósito diplomático no terminó ahí. En su defensa, Bukele relativizó las protestas de amistad de los embajadores que comentaron su versión de los hechos. En la práctica, las rechazó con la advertencia de que “a veces, los amigos se equivocan”. El que muchos piensen de la misma manera, no significa que tengan la razón. Y, enseguida, echó mano de una comparación odiosa, la cual, además, contradice su propia lógica. “En Alemania, millones, decenas de millones de personas pensaban que estaba bien quemar judíos en un horno. Es decir, mucha gente puede estar equivocada”. De igual manera, los embajadores y quienes lo condenan están tan equivocados como los alemanes. Sin embargo, así como estos se equivocaron con Hitler, los muchos de los que hablan las encuestas de popularidad presidencial pueden estar igualmente equivocados acerca de las bondades del régimen de los Bukele.
Enmarañada en cavilaciones para justificar lo injustificable, la lógica presidencial regresa así al punto de partida. Si la condena internacional es casi unánime, si un sector significativo de la sociedad lo repudia, si la prensa independiente lo denuncia, si intimida y amenaza a los funcionarios destituidos, algo no anda bien. La inteligencia obliga a examinar críticamente las decisiones tomadas. Invocar al pueblo que votó por la “N” no es argumento. En primer lugar, porque el consenso no es general; mayoritario, sí, pero no universal. En segundo lugar, porque ese pueblo al que invoca puede estar muy errado y no sería la primera vez que un pueblo entero yerra, como bien lo sabe Bukele. El afán por convencer de que la intervención de Casa Presidencial en la legislatura es constitucional lleva a la irracionalidad.
El presidente Bukele debiera preguntar a los mercados si ellos están también del lado de la oposición, ya que resintieron acusadamente el golpe de Estado. Los sectores empresariales impresionados por la llamada telefónica de Bukele y por las declaraciones de unos ministros, que dicen lo que les ordenan decir, debieran tomar nota del trato dado al cuerpo diplomático. No debieran olvidar la facilidad y la ligereza con la que el discurso presidencial se contradice y miente. La volatilidad presidencial ya es proverbial.
La diferencia de opinión es inherente a la naturaleza humana. Las ideas, los valores y los intereses se traducen en juicios distintos, incluso contradictorios. Nadie, ni siquiera Bukele y su círculo, tiene el monopolio de la verdad. Primero, porque nadie, excepto el Absoluto, esto es, Dios, está en posesión actual de ella; y segundo, porque lo que el presidente vende como verdad encubre su ambición de poder. No obstante, la verdad es asequible, pero solo si se escucha a los otros, si se reflexiona individual y comunitariamente, si se contrasta y se discute con los demás para llegar a consensos. Argumentar “el pueblo nos lo pidió” y “el pueblo no nos mandó negociar” es erigirse inverosímilmente en la encarnación del pueblo y del Estado, en el mejor estilo de las monarquías absolutas del siglo XVII. Una construcción paradójica en el bicentenario de la independencia centroamericana.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero, UCA.