Estados Unidos-Israel, una alianza que va más allá de Biden o Trump

Los hechos demuestran el apoyo incondicional de Washington a su principal socio económico y militar en Medio Oriente desde 1967, que trasciende al inquilino de la Casa Blanca. 

Por Gustavo Veiga.

Un determinismo histórico, estratégico y de mutua conveniencia política arroja siempre el mismo resultado en torno a Israel y Estados Unidos. Avanzan y retroceden juntos aunque no sólo en la sensible cuestión de Palestina. Joe Biden aparece hoy como una paloma al lado de Donald Trump pero su trayectoria demuestra lo contrario. El expresidente habló de la “debilidad” de su sucesor por no apoyar al gobierno de Benjamin Netanyahu unos días antes de que comenzara su operación Guardián de la muralla. Pero EE.UU no se quedó quieto: bloqueó una resolución posterior del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que pedía un cese de hostilidades en plena ofensiva israelí contra la Franja de Gaza.

Cuál es el Biden auténtico puede prestarse a polémicas. Pero los hechos demuestran el apoyo incondicional de Washington a su principal socio económico y militar en Medio Oriente desde 1967, cuando Lyndon Johnson ocupaba la Casa Blanca. El mandatario actual ya lo decía hace 35 años en el Senado: “si no hubiera un Israel, Estados Unidos debería inventar uno para proteger nuestros intereses en la región”. Era el 5 de junio de 1986. Biden perdió el pelo pero no las ideas que tenía.

Los vínculos entre los dos países son inalterables más allá de los presidentes y sus gobiernos. Se estrecharon en plena Guerra Fría y su dinámica alcanzó el status con que se los conoce hoy. Sus intereses geopolíticos están por encima de todo. Trump era una especie de cruzado en Tierra Santa pero Biden tampoco es uno de los Reyes Magos. Una diferencia es que el primero le había retirado en agosto de 2018 la ayuda social a Palestina. En abril último, el mandatario demócrata le restituyó a la Agencia de la ONU para los refugiados palestinos en Oriente Próximo (UNRWA) -por sus siglas en inglés- los fondos que aquel le había quitado. Se destinarán 150 millones de dólares para esa organización, otros 75 para ayuda humanitaria en Cisjordania y Gaza y 10 más para respaldar el proceso de paz.

Las cifras de ayuda financiera que recibe Israel de EE.UU han llegado a los 3 mil millones anuales, según datos de la USAID, la Agencia de la potencia mundial para el declamado “desarrollo internacional”. Aun cuando es incomparable la diferencia en los recursos que destina Washington a su aliado con respecto a la Autoridad Palestina, en Israel se quejaron de la medida que tomó Biden con la Agencia de ayuda a los refugiados. Gilad Erdan, su embajador ante Estados Unidos y la ONU – cumple la doble función-, comentó el mes pasado citado por varias agencias internacionales: “He expresado mi decepción y objeción a la decisión de renovar la financiación de la UNRWA sin asegurarse primero de ciertas reformas, incluyendo detener la incitación y sacar el contenido antisemita de su currículum educativo”.

Lo que suele perderse de vista de esta relación simbiótica es su hegemonía militar en la región. En septiembre de 2017 y cuando Trump ya llevaba nueve meses gobernando, EE.UU abrió la primera base permanente de su país en el interior de una local, donde funciona la Academia de la Fuerza Aérea israelí, al oeste de las ciudades de Dimona y Yerujam, en el desierto de Néguev. Las conversaciones para su apertura se habían iniciado durante el gobierno de Barack Obama del que Biden era su vice. Las Brigadas Ezzeddin al-Qassam, ala militar de Hamas, informaron de un ataque a Dimona con cohetes. Ahí funciona un centro de investigación nuclear. EEUU también tiene un radar al este de esa ciudad con el que monitorea los lanzamientos de misiles en la región, según la página defensa.com.

La cooperación militar israelí-estadounidense está tan naturalizada que alimenta como pocas alianzas a la industria de armas basada en los dos países. Cualquier paralelo que se pretenda trazar con la capacidad de respuesta de Hamas en Palestina parece un ejercicio liviano. El especialista en temas militares, Paul Rogers, escribió en el sitio Open Democracy un detallado artículo que se titula: “Al final del enfrentamiento entre Israel y Gaza, la industria armamentista es la única vencedora”.

El autor explica que “las compañías israelíes estarán particularmente interesadas en dar el mejor brillo posible al rendimiento de las armas, especialmente el sistema Iron Dome, ya que apuntan a aumentar las ventas de sus armas ‘probadas en combate’. Dado que las empresas israelíes trabajan en estrecha colaboración con las corporaciones estadounidenses, será un proceso conjunto con el lobby militar estadounidense”.

El problema humanitario más grave que esta entente no percibe en su radar, es lo que queda detrás de las bombas que derrumbaron edificios enteros en Gaza o los cohetes que partieron de la Franja y causaron daños en ciudades del sur de Israel. El Ministerio de Salud de Gaza señaló que murieron 232 palestinos – de los cuales 63 eran niños – por los bombardeos israelíes, mientras que del otro lado de la frontera amurallada hubo 12 fallecidos. Una consecuencia adicional denunciada por Hamas son los 120.000 desplazados. Sobre una población total en la Franja de poco más de 2 millones de habitantes, representan casi el 5 por ciento de esa cifra.

Otra derivación clave de esta escalada es cómo se resintió la coexistencia pacífica aunque recelosa de israelíes y árabes o palestinos en varias ciudades. Estos últimos aprendieron de las guerras anteriores con el estado judío una cosa: no se retirarán de sus tierras aunque persista la campaña de colonización persistente y exacerbada por el derechista Netanyahu. El primer ministro de Israel ha demostrado con su política guerrerista que no quiere dos estados. Dio vía libre esta vez a la ocupación de zonas próximas a la mezquita de Al-Aqsa en una Jerusalén disputada.

No eligió días al azar para hacerlo. Fue al final del Ramadán, y también el 15 de mayo, cuando los palestinos sufrieron la Nakba – en árabe significa catástrofe- que recuerda la expulsión y éxodo de su pueblo entre junio de 1946 y mayo de 1948 en plena Guerra árabe-israelí.

Biden instó a un alto el fuego después de que avanzara lo suficiente la desproporcionada represalia de Israel contra los cohetes de Hamas lanzados desde la Gaza sitiada y empobrecida. Trump hubiera aplaudido esa ofensiva desde una posición más contemplativa. Ese juego de roles no altera la alianza monolítica e inmodificable construida por los gobiernos de Washington y Jerusalén hace casi seis décadas.

gveiga@pagina12.com.ar

Fuente: Página/12.

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