Por: Francisco Parada Walsh*
Cuando llegué a dar el pésame por el fallecimiento de mi Amiga Niña Conchita no pude dejar de sentir una soledad que me abrumó, que atravesó mi alma, pues a pesar de ser una mañana despejada, la casa de mi amiga se miraba oscura, triste. Vale la pena tratar de entender qué sucede cuando una luz fuerte, brillante como es la luminosidad de una madre, se apaga; quizá con la partida de esta luz la vida nunca vuelve a ser brillante, quizá esa madre es mi amiga Luciérnaga que ilumina de amor a cada miembro de la familia; debo recordar que la muerte de mi madre hizo un antes y un después en mi vida y es lo que siento en esa amorosa casa.
Le tomé las manos a la hija de mi Amiga Niña Conchita, conversábamos con aparente normalidad, daba el pésame pero nunca esa casa fue tan triste como ese día; debemos reflexionar sobre la importancia de nuestra gente y como tal, debemos valorar a todos los que amamos, decirles lo importante que son en nuestras vidas, apartar unos segundos para dar cálidos abrazos y no pensar que la vida tiene agenda, que tiene un orden, no, la vida es una enferma mental que un día nos trata bien y al día siguiente nos putea, nos toca las nalgas, nos mata.
Mis grandes temores son perder a mi gente, sé que es inevitable o mientras pienso de esta forma puede ser mi persona la que vuele al más allá pero me aterra que ya no tendré los puertos de amor dónde recalar, no, navegaré sin rumbo, sin cariño, sin piedad transitando oscuros parajes aunque brille el sol. Mi familia es pequeña, mis dos amadas hermanas, un cuñado, cuatro sobrinos, seis sobrinietos y todo acabó, en un abrir y cerrar de ojos nos hicimos viejos y cada día la meta está más cerca, más cerca, más obvia, más verdadera.
Los seres humanos posponemos todo, aun, el acto de amar lo damos por sentado en cambio el odio y el rencor nos envuelve el corazón y lo llevamos incrustado por largo tiempo cuando debería ser todo lo contrario y convertirnos en seres de luz para que donde lleguemos, llevemos amor. A veces o en la mayoría de las veces no queda chance de decirle a una persona cuánto la amamos y de un golpe la muerte nos la quita, nos quedamos con ese sentimiento perdido o nos toca conjugar uno de los verbos más tristes y cobardes que hay como es el SI YO HUBIERA, pero ya es muy tarde, demasiado tarde.
Un hogar que pierde a la Abeja Reina nunca volverá a ser el mismo, esa luz que irradia una madre es quizá lo más cerca de una luz divina que nos espera a que lleguemos a su regazo, a su corazón; al final cuando nos deja una madre es el mundo el que se apaga, no solo es una casa; se pierde al ser más especial que pueda haber en el mundo y me sentí demasiado triste cuando di ese pésame, nunca imaginé que llegaría a una casa que la felicidad era la que me recibía.
Todo cambió, todo; no puedo sugerir al lector que revise sus relaciones con sus seres amados pero yo sí lo puedo y debo hacer para que no me quede con un trago amargo, un sin sabor de no haber dicho cuánto los amo, cuán agradecido estoy con ellos por ser mis amigos, mi familia, mi gente. Particularmente amo a mi ex suegra ILDA, la amo con todo mi corazón pues fui tan afortunado que tuve dos madres, mi madre NENA, mi amadísima madre biológica que se nos fue un nueve de mayo de 1992 y debimos enterrar su cuerpo físico el diez de Mayo, “Día de las Madres” ¡Qué paradoja! Y mi otra madre divina ILDA que me arrulló como una gallina cuida a su polluelo, tengo el detalle de llamarla y siempre le digo cuánto la amo.
Estoy bien, no me cuesta expresar mis sentimientos y es un deber humano cuidar, proteger a nuestros mayores para cuando esa luz se apague en la casa, siempre LA MADRE LUCIERNAGA siga brillando en nuestra alma.
*Médico salvadoreño