No hay microchips suficientes para abastecer el mercado. La rotura de ‘stock’ es planetaria. Se ha parado la producción de nuevas videoconsolas, teléfonos móviles y coches eléctricos. E incluso afecta a la geopolítica mundial. Le explicamos por qué se habla ya del ‘armagedón de los chips’
Por: Carlos Manuel Sánchez.
Si pretende usted comprar la última videoconsola, es probable que tenga que esperar uno o dos años. ¿El nuevo modelo de teléfono móvil que ha salido al mercado? Se agotaron las existencias nada más ponerse a la venta. ¿El flamante coche eléctrico del que todos hablan? No hay stock. Póngase a la cola…
¿La razón? No hay microchips suficientes, a pesar de que las fábricas trabajan 24 horas, siete días a la semana. Y sin chips en su interior no funciona ningún producto electrónico. Si los datos son el petróleo de la economía digital, los chips son el motor. El problema es que solo tres compañías abastecen al mercado mundial: TSMC (Taiwán), Samsung (Corea del Sur) e Intel (Estados Unidos). Y puede que pronto sean dos, dados los problemas del gigante americano, que se ha quedado descolgado en la frenética carrera hacia la miniaturización que se inició hace sesenta años. Porque la tecnología para construir los semiconductores, que son cada vez más potentes, más densos y sobre todo más pequeños, se ha vuelto tan complicada y tan cara que nadie sabe, puede o quiere hacerlos, excepto los tres mencionados. Algunos expertos hablan ya, en términos apocalípticos, del ‘armagedón de los chips’ e incluso se han inventado una palabra: ‘chipagedón’. ¿Exageran? ¿O estamos ante un contratiempo tan inoportuno que puede cortocircuitar la economía mundial en plena recuperación?
Los primeros que se dieron cuenta de que algo iba mal fueron los early adopters. Esos clientes madrugadores que son los primeros en lanzarse a por las novedades. El director financiero de Sony, Hiroki Totoki, tuvo que salir a la palestra en pleno lanzamiento de la PlayStation 5 y disculparse por no poder satisfacer la demanda. El problema también afecta a la Xbox Series de Microsoft. Pero el impacto se nota en otras industrias. Apple tuvo que escalonar el lanzamiento del iPhone 12. Y eso que tiró de billetera para acumular una reserva de chips, pero no ha podido evitar los retrasos. Y así con miles de productos, sobre todo de gama alta.
Pero es la industria del automóvil la que se está llevando la peor parte. La escasez de chips (utilizados en los dispositivos del salpicadero, control de emisiones, sistemas de seguridad…) ha obligado a recortar la producción a muchas marcas. El sector de la automoción funciona con poco margen, así que no acumula suministros. Y redujo los pedidos de chips debido a la caída de las ventas por la pandemia. Pero a finales de 2020 las ventas se recuperaron antes de lo previsto. Las compañías de automoción descolgaron el teléfono y llamaron a los fabricantes de chips, pero se encontraron con que estos habían cambiado sus líneas de producción y reasignado los envíos a otros sectores. Y se tarda varios meses en reorganizar la fabricación y normalizar el suministro. Y hasta cuatro años en abrir una fábrica nueva. IBM, Intel y otros pronostican que hasta 2022 o incluso 2023 no se aliviará la situación.
La fábrica más cara del mundo
Las fábricas en las que se elaboran los microchips son de una enorme complejidad. Requieren unas condiciones higiénicas tan rigurosas como las de un laboratorio científico y un consumo energético como el de una ciudad. De ahí que haya pocas. Estados Unidos siempre estuvo más interesado en diseñar microprocesadores que en fabricarlos. La empresa de semiconductores más grande del mundo es TSMC, Taiwan Semiconductor Manufacturing Company, y una de sus fábricas es la más cara del planeta. Se llama Fab 18 y está en el campus de Tainan, al sur de Taiwán. Ha costado 17.000 millones de dólares. Y su maquinaria y sus filtros de aire para mantener un ambiente estéril consumen tanta electricidad como una ciudad de 100.000 habitantes. TSMC está valorada en 228.000 millones de dólares y Apple, Visa, Disney o Alibaba no serían lo que son sin los procesadores que les suministra.
LA TORMENTA PERFECTA
Empezó siendo un problema logístico, pero algunos analistas temen que se esté incubando algo mucho peor: la tormenta perfecta. Un desajuste insalvable entre demanda y oferta. La primera es enorme y crecerá exponencialmente porque los móviles llevan cada vez más cámaras y mejores; por la transición al 5G y la generalización de la inteligencia artificial, el Internet de las cosas, los satélites, el streaming… Hay que sumar la moda de las criptomonedas y los mercados en línea, que exigen una potencia brutal de procesamiento… Y la oferta ya no puede satisfacer esa demanda. Se trata de una industria rígida, con dificultades para adaptarse. ¿Por qué? El sector responde con un chiste: «Fabricar un chip no es ingeniería de cohetes espaciales, es mucho más difícil».
Silicon Valley toma su nombre del ingrediente principal de los chips: el silicio. Es el segundo componente más abundante de la corteza terrestre, tras el oxígeno. El silicio está en la arena. Pero hay que refinarlo hasta un 99,9999999 por ciento de pureza. Tiene una rara cualidad: es semiconductor. Dependiendo de la carga eléctrica, unas veces aísla y otras conduce. Por eso, los microprocesadores se fabrican con silicio, ya que la informática utiliza un lenguaje binario, de unos y ceros. Si deja pasar la electricidad es igual a 1; si no: 0. El primer gran cliente de las empresas de Silicon Valley fue la industria militar. Cuando los microchips se inventaron, en 1958, su primera aplicación fueron los misiles. Poco a poco, los transistores y circuitos integrados contribuyeron a reducir aquellas computadoras mastodónticas que ocupaban una habitación hasta llegar al ordenador personal y, más tarde, el teléfono inteligente, que cabe en el bolsillo… Hoy se fabrican un billón de chips al año, esto es, 130 por cada habitante del planeta.
Esa reducción del tamaño de los equipos va acompasada con la miniaturización de los microprocesadores. Y se basa en la ley de Moore, formulada por el ingeniero Gordon Moore -cofundador de Intel- en 1965. La ley sostiene que la cantidad de componentes que se pueden meter en un chip de silicio se duplica cada dos años. Esta jibarización parecía no tener fin… pero lo tiene. A finales del siglo pasado dejamos atrás el micrómetro (la milésima parte de un milímetro) y hoy medimos los chips en nanómetros (millonésima de milímetro; para que se hagan una idea, un cabello humano tiene 60.000 nanómetros). Pero Intel las pasó canutas con la generación de los 7 nanómetros, ya en la frontera de la electrónica cuántica. Samsung y TSMC consiguieron saltar a los 5. La compañía taiwanesa lidera el paso a la generación de 3. Y muchos piensan que más allá de 2 nanómetros es imposible avanzar porque te das de cabeza contra un muro inexpugnable: el de la física.
UNA ALARMANTE CONCENTRACIÓN
La ley de Moore es fruto del optimismo y la fe en el progreso tecnológico. Predica que menos es más. Cuanto más pequeño, mejor. Garantizaba que siempre habría una nueva hornada de productos para sustituir a los que se nos hicieron viejos… ¡hace dos años! Así crece la economía. ¿Estamos ante el fin de la era del silicio? ¿Hay que buscar alternativas para seguir reduciendo los componentes o se trata de un modelo agotado que, irónicamente, está basado en que los recursos del planeta son inagotables y, por tanto, lo que hay que cambiar es el modelo?
Los expertos no se ponen de acuerdo, pero sí en que se abre un proceso de incertidumbre y lucha geopolítica. Como en tiempos de la Guerra Fría, dos potencias se amenazan con la destrucción mutuamente asegurada. En este caso, económica.
China importa chips por valor de 300.000 millones de dólares al año porque no tiene capacidad de fabricación para satisfacer sus propias necesidades. Y sus importaciones eran principalmente de Estados Unidos, hasta que la Casa Blanca le impuso un embargo comercial acusando a sus empresas de espionaje. Ahora busca la autosuficiencia con un plan multimillonario para no depender del exterior en 2025.
Estados Unidos también se está quedando atrás en la fabricación por los problemas de Intel. Y Europa está atrapada en ese fuego cruzado. La UE reconoce que depende de Estados Unidos para el diseño de los microprocesadores y de Asia para la producción. Y las grandes compañías tecnológicas del mundo (que diseñan sus propios chips, pero no los fabrican) se han percatado de la dependencia casi absoluta que tienen de Taiwán y Corea del Sur, que ya acaparan el 80 por ciento de la producción. Se está propiciando, como en otras actividades económicas, desde el comercio a la agricultura, «una alarmante concentración», advierte The Economist. Cada generación de chips es técnicamente más difícil de fabricar que la anterior y, debido al creciente costo de construir factorías, el número de fabricantes ha caído de más de 25 en el año 2000 a solo 3. Hay un antecedente inquietante: en el siglo XX, el mayor punto de estrangulamiento económico del mundo estaba en el estrecho de Ormuz, por donde circula la mayoría del petróleo. Hoy, la economía digital depende de otro ‘avispero’. China reclama Taiwán y amenaza con invadirlo. Y los surcoreanos tienen otro vecino no menos incómodo: el régimen despótico de Kim Jong-un.
¿Por qué TSMC y Samsung han conseguido dominar el mercado hasta quedarse solos? Por unas inversiones gigantescas en I+D, que ninguno de sus competidores puede permitirse, y por las conexiones entre sus cúpulas directivas y sus gobiernos respectivos, que les aseguran que sus planes a largo plazo tendrán respaldo presupuestario. TSMC fue fundada en 1987 y empezó siendo la única que fabrica chips personalizados a gusto del cliente. En cuanto a Samsung, su principal cliente en sus comienzos era… la propia Samsung, un conglomerado de empresas electrónicas liderado por una de las diez familias que ayudó a reconstruir el país tras la guerra con el norte. Fue el polémico Lee Kunhee, su expresidente (fallecido el año pasado), el que tuvo la visión de que para garantizar que sus teléfonos y televisores funcionaran no podían depender de los chips de terceros países. Este duopolio entre Taiwán y Corea podría empezar a utilizar su poder en la fijación de precios. Y reavivar la inflación, que llevaba años adormecida. «Algunos televisores ya cuestan un 30 por ciento más. Y solo es la punta del iceberg», advierte Wired. Pero lo que se cuestiona, en el fondo, es la capacidad de la globalización para proveer de todo (al menos, a los países ricos) en tiempo récord. Ya pasó al principio de la pandemia con el material sanitario… y con el papel higiénico. Quizá la lección es que habrá que establecer prioridades. Para empezar, aprender a distinguir entre las cosas necesarias y las que no lo son tanto.