Por siglos enteros, la conquista, la servidumbre, el etnocidio, el racismo, los despojos territoriales, los bombardeos y desembarcos punitivos, la extracción de recursos y materias primas y la explotación que caracterizan a las dominaciones colonial, imperialista y neocolonial, habían marcado la experiencia histórica de nuestros pueblos. A la resistencia heroica y la permanente rebeldía de generaciones enteras, se habían impuesto las violencias sin límites de los grupos dominantes y el imperialismo. La derrota, las traiciones y la represión habían sido la pauta de nuestras vivencias de resistencia, en las que destellos como el del general Sandino, con su victoriosa gesta contra los invasores yanquis, se veían apagados por la noche ignominiosa de dictaduras y fosas comunes. Por los dominios del “destino manifiesto”, el sol alumbraba los enclaves, los ingenios, las haciendas, los obrajes, los bancos y las corporaciones del despojo, protegidos por los adalides de la democracia, sus cañoneras y la habilidad de sus procónsules y embajadores para comprar conciencias y doblegar voluntades. Era la época en que, salvo el peligro del lejano ejemplo de los sóviets, todo el continente auguraba un futuro promisorio para los imperialistas y sus aliados locales.
El 26 de julio de 1953, con el asalto al Cuartel Moncada, se inicia la época que daría un giro trascendente a esta historia. La derrota victoriosa del Moncada sembraría en tierra fértil, el 1º de enero de 1959, la semilla de la revolución social, estableciéndose en la fruta apetecida del Caribe, que ambicionaron los “padres fundadores” de Estados Unidos, el primer bastión del socialismo en América.
El triunfo de la revolución inspirada en Martí, autor intelectual del ataque al Cuartel Moncada, puso de manifiesto que el patriotismo, el amor a la causa del pueblo y la consecuencia revolucionaria no se demuestran con palabras: es necesaria la acción y el ataque frontal a los aparatos del Estado, cuando todas las vías para solucionar los ingentes problemas sociales, económicos y políticos están cerradas. El Moncada abre un cauce revolucionario que barre de golpe los esquemas reformistas, cargados de retórica y cuadraturas teorizantes.
El 26 de julio representa la continuidad y ruptura de un nutrido movimiento nacional y de lucha social. Continuidad porque recoge la vivencia de los independentistas, los combatientes contra la dictadura de Machado, las vertientes comunistas, sindicales y estudiantiles, las escaramuzas electorales. Ruptura porque los objetivos que se planteaban los herederos de Martí, los llevarían a transitar por los caminos inéditos, en nuestra América, de la transformación radical de las estructuras económicas, sociales, ideológicas y políticas de la nación. Por primera vez en el continente, una revolución se planteaba un proyecto nacional en beneficio del propio pueblo combatiente. No era una revolución a la mexicana, en la que el pueblo puso los muertos y la burguesía recogió los frutos, modernizando la explotación y entregando el país a capitalistas e imperialistas. La dirigencia del 26 de julio estaba plenamente identificada con el pueblo, y su revolución; hasta hoy, no ha dejado de ser popular, anticapitalista y antimperialista.
A partir de 1959, Cuba se convirtió en parteaguas de nuestra historia. ¡Cuánta dignidad recobrada! ¡Cuánto orgullo de los pueblos de nuestra América! La joven revolución victoriosa se transformó en un faro de esperanza y de futuro. Su voz se dejó escuchar por todo el ámbito planetario, conmoviendo con su verdad y radicalismo a los humildes y explotados. Se había terminado el tiempo del imperio y un nuevo mundo se abría ante nuestros ojos.
Quienes nos reclamamos la generación de la revolución cubana, que vivimos paso a paso las agresiones del imperialismo y las certeras respuestas del pueblo hecho gobierno, amamos profundamente esta revolución. De ella aprendimos las primeras letras de la política; en su defensa sufrimos gases y toletes de la policía. Cuba, con sus reformas agraria y urbana, su campaña de alfabetización, su pueblo siempre en pie de lucha, en zafarrancho de combate contra el imperialismo, se convirtió en una escuela para los movimientos sociales del continente. En ella aprendimos el significado de la democracia del pueblo armado y organizado; de la soberanía recobrada y defendida por un pueblo concientizado; de la destrucción del aparato represivo de la dominación del Estado burgués. Aprendimos del significado del internacionalismo de esa revolución que ha derramado la sangre de sus hijos cumpliendo misiones solidarias en Angola, Etiopía, Nicaragua, Granada, y realizando tareas que “en silencio han tenido que ser”, en el corazón mismo del imperio. Cuba ha sido nuestro pequeño David, que con su honda revolucionaria ha hecho morder el polvo al Goliat imperialista, ayer y hoy.
Fuente: La Jornada.