Tuve un tío que siempre soñó con ser un indiscutible orador. Desde la primaria se esmeró por ser el número uno en participar en los actos culturales. En su juventud, ciertas carencias económicas, le impidieron poner un pie en la universidad; sin embargo, se nutrió de saberes en libros usados y de precio modesto. Estos esfuerzos hicieron que consiguiera un trabajo en la alcaldía del pueblo, como recolector de impuestos.
Por: Prof. Mario Juárez
En sus tiempos libres se hacía acompañar de libros, más con la intención de despertar la admiración de la gente, que por el hecho de educarse él mismo. Un día, el alcalde –hombre humilde, de escasa formación académica-, se dio a la tarea de revisar el currículo de don Rosendo –así se llamaba mi tío- y descubrió que el hombre reunía ciertos requisitos para un ascenso.
Esos atributos le granjearon convertirse en la ‘mano derecha’ del jefe. Como el talón de Aquiles del intendente era la dificultad de hablar ante las multitudes, elegía a mi tío para que lo socorriera en estos menesteres. Entonces, el hermano de mi padre aprovechaba estas ocasiones para potenciar sus dotes de orador. Es posible que la vanidad lo cegara por momentos, pues muchas veces, en ausencia del alcalde, se hizo pasar por él en ciertos eventos públicos.
Pero había algo que mi tío esperaba con ansias: el 15 septiembre. Dentro de su pecho ardía un torrente de oralidad que pensaba demostrar y despertar la simpatía del gentío y, por qué no decirlo, recibir una lluvia de aplausos, que era lo que más deseaba.
Y cuando ese día asomó, su jefe le dijo: “¡Andá vos, Rosendo! Allí estarán todas las autoridades, personalidades importantes…, toda esa gente. No creo que yo pueda decir un par de palabras. ¡Con solo pensarlo, siento que me desmayo!”
Mi tío se puso feliz.
Muy temprano, a escasas cuadras, se percibió el relámpago de los platillos y el fragor de los bombos. La expectación creció. Los músicos, con kepis relucientes en la cabeza y lazos dorados sobre los trajes, marchaban inflando los ‘cachetes’, o sacudiendo baquetas, detrás de las coloridas cachiporristas, que realizaban giros con sus bastones y sus cuerpos esbeltos, y hacían sonar las suelas de sus botas. Alguno que otro gañán soltaba un “¡Mamacita, qué guapa estás!”
Cuando todo el mundo hubo llegado al parque, una banda militar emitió el himno nacional. Después vino la oración a la bandera. “A continuación -dijo el maestro de ceremonia- las palabras del sustituto del alcalde, don Rosendo Cañénguez”.
Mi tío se levantó de la silla en la tarima, que estaba cubierta con un enorme velacho. Se adelantó hasta el micrófono metálico, que pesaba mucho; lo probó, desplegó los papeles que traía (eran como ocho páginas) e inició el acostumbrado saludo. Ya entrando en materia, dijo: “En esta mañana de septiembre, en que la patria conmemora, orgullosa, un año más de su independencia y recuerda a los hombres abnegados que le dieron la libertad, cábeme el honor de dirigirme a vosotros, sin distingos de ninguna clase, para valorar, como corresponde…” De pronto, la mano de mi tío resbaló, descuidada, hasta un pedazo de alambre pelado del micrófono. Mi tío dio un salto y lanzó por los aires el aparato, al tiempo que exclamaba: “¡Ay, pero esta babosada agarra!”
El jolgorio fue descomunal. Algunos hicieron lo posible por disimular el chasco de mi tío que, aturdido, deseaba que la tierra se lo tragara. Todo el mundo se partía en carcajadas.
Habría sido un final lamentable, si no fuera porque faltaban algunas danzas y poemas en el programa.