Es director para las Américas de Human Rights Watch.
El presidente Nayib Bukele parece estar empeñado en terminar con el Estado de derecho lo antes posible. La semana pasada, la Sala Constitucional, que el gobierno cooptó recientemente, autorizó a Bukele a postularse a una reelección consecutiva, a pesar de que ello está prohibido por la Constitución.
Las maniobras para destruir la democracia en El Salvador se asemejan a los ataques contra los tribunales que orquestaron en su momento los gobiernos de Nicaragua y Venezuela. Ese suele ser el primer paso de gobiernos autoritarios. Las crisis de derechos humanos por la que atraviesan esos países son un ejemplo de lo que ocurre cuando se permite que un gobierno anule las instancias independientes de control judicial.
Luego de que el partido de Bukele lograra la supermayoría en la Asamblea Legislativa en febrero de este año, el poder judicial pasó a ser por algunos meses la única institución capaz de frenar los abusos de poder. Dadas sus tendencias autoritarias, no sorprendió que Bukele y sus aliados en la Asamblea Legislativa intervinieran rápidamente la justicia.
Antes de las elecciones de febrero, Bukele arremetió varias veces contra los magistrados de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema, porque estos declararon ilegales algunas de las medidas que adoptó el gobierno en respuesta a la COVID-19. El 1 de mayo, los legisladores destituyeron y reemplazaron a cinco jueces de alto rango y al fiscal general. Esto ocurrió el primer día que Bukele contó con el control de la Asamblea. Y fue apenas el comienzo.
Posteriormente, la Asamblea designó a cinco nuevos jueces, violando el proceso establecido en la Constitución y en el reglamento de la propia Asamblea. La Asamblea ya ha nombrado 10 jueces de la Corte Suprema, a pesar de que la legislación salvadoreña establece que cada nueva asamblea debe nombrar solo a 5 de los 15 jueces de este alto tribunal.
El 31 de agosto, la Asamblea también aprobó reformas de ley que permiten cesar de sus funciones a jueces y fiscales mayores de 60 años. Las reformas —que replica estrategias similares adoptadas anteriormente en Hungría y Polonia— permitirían que una estimada tercera parte de los jueces del país sean removidos de inmediato. Pero la Corte Suprema, que Bukele ahora controla, podrá autorizar que algunos jueces mayores de 60 permanezcan en su cargo, por razones de “necesidad” o “especialidad”. Es predecible que esta facultad se use para premiar a jueces leales al gobierno.
Es muy pertinente examinar los casos de Nicaragua y Venezuela porque alertan sobre líderes que, como Bukele, llegaron al poder mediante elecciones, pero gobiernan con un total desprecio por el Estado de derecho. Acaso la principal diferencia entre Bukele, Chávez y Ortega, es que el presidente de El Salvador ha logrado apoderarse de las instituciones democráticas mucho más rápido que sus contrapartes en Venezuela y Nicaragua.
En Nicaragua, el presidente Daniel Ortega ha sometido al poder judicial a su voluntad. Cuando regresó al poder en 2007, inició un proceso para copar los tribunales con jueces afines al partido de gobierno. Luego, mediante maniobras altamente cuestionables, los jueces de la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, aliados a Ortega, hicieron posible que pudiera ignorar una prohibición constitucional a la reelección.
Ortega ha permanecido en el poder por muchos años, con elecciones consecutivas, en gran medida gracias al control férreo que ejerce sobre las cortes. Luego de la represión brutal de las protestas contra el gobierno en 2018, las autoridades detuvieron arbitrariamente a cientos de manifestantes, muchos de los cuales sufrieron torturas en procesos judiciales sin debido proceso.
Recientemente, Ortega ha iniciado una campaña de detenciones arbitrarias y persecución contra los líderes opositores que aspiraban a participar en las elecciones programadas para noviembre. Las autoridades han arrestado a siete precandidatos presidenciales y decenas de críticos, y el Consejo Supremo Electoral, también cooptado por Ortega, ha inhabilitado al principal partido opositor.
En Venezuela, el fallecido presidente Hugo Chávez también gobernó con un poder judicial sometido. En 2004, Chávez y sus aliados en la Asamblea Nacional, disgustados con algunas sentencias controversiales, aprobaron una ley que aumentó, con un grupo de incondicionales, el número de jueces del Tribunal Supremo de 20 a 32. La ley también habilitó al poder legislativo a nombrar y destituir a los nuevos magistrados a través de una mayoría simple. A partir de entonces, el chavismo ha controlado el máximo tribunal del país. Además, el chavismo contó con una comisión de magistrados del Tribunal Supremo que podía nombrar y destituir a jueces de los tribunales inferiores.
Gradualmente, la cooptación de los tribunales se fue extendiendo a todo el poder judicial de Venezuela, que se transformó en una herramienta para reprimir y perseguir a críticos y asegurar la impunidad de las autoridades. El Tribunal Supremo de Venezuela ha manifestado de manera reiterada y explícita su desprecio por los estándares internacionales sobre derechos humanos, incluyendo la reciente usurpación de tres de los principales partidos de oposición. Al igual que en Nicaragua, no quedan en Venezuela instituciones que puedan poner freno a los abusos del régimen.
Pero no solo los regímenes autocráticos arremeten contra los tribunales en la región. En México, el Congreso, de mayoría oficialista, aprobó este año una ley para extender los mandatos del presidente de la Corte Suprema, un aliado del presidente López Obrador, y de miembros afines del Consejo de la Judicatura, que designa y destituye a todos los jueces federales. En Bolivia, gobiernos de distinta ideología han instrumentalizado el sistema de justicia para impulsar procesos penales abusivos contra opositores. En Brasil, el presidente Jair Bolsonaro ha atacado al Supremo Tribunal Federal, que ha sido el principal contrapeso a su deriva autoritaria.
Sin embargo, es posible que El Salvador sea el país que está más cerca del abismo. La comunidad internacional debe actuar ahora si quiere evitar que haya otro país de América Latina donde se impongan el deterioro del Estado de derecho y la falta libertades públicas.
Los gobiernos democráticos de la región deben aprobar una condena colectiva. Cualquier Estado miembro de la Organización de los Estados Americanos (OEA) o su secretario general pueden convocar a los embajadores cuando se produzca una “alteración del orden constitucional que afecte gravemente el orden democrático”, según la Carta Democrática Interamericana.
Los países democráticos de la región, Canadá, Estados Unidos y la Unión Europea deberían comprometerse con un amplio y público apoyo a las organizaciones de la sociedad civil y al periodismo independiente, que cumplen una función esencial de fiscalización y denuncia de los abusos del ejecutivo, dada la ausencia de instituciones democráticas sólidas e independientes.
Sin una respuesta internacional concertada, oportuna y contundente, es posible que los salvadoreños sufran la misma suerte desesperante por la que atraviesan millones de nicaragüenses y venezolanos que recurren a la protección internacional ante la inexistencia de un sistema de contrapesos institucionales en sus países de origen.
Como ocurrió con Nicaragua y Venezuela, puede ser que muy pronto sea tarde para impedir un retroceso absoluto hacia el autoritarismo en El Salvador.
Fuente: The New York Times