El Papa Francisco pide perdón a México por los pecados de la conquista

Por Fabian Acosta Rico, Universidad Del Valle de Atemajac campus Guadalajara – México.

Ahora que estamos enfiestados con las celebraciones del Bicentenario de la Independencia de México; nuestro presidente, Andrés Manuel López Obrador no desaprovechó la ocasión para solicitarle a la Madre Patria, a España, y al ocupante del Trono de San Pedro que se disculparan con los pueblos indígenas de nuestro país por las atrocidades, el escarnio y la violencia que sufrieron durante la Conquista. La Conquista ha sido repensada, revisionistamente, por los historiadores y propagandista del régimen, como un hecho histórico cuestionable cuyos móviles fueron la gloria y ensanchamiento de un imperio extranjero y la propagación de una fe ajena y disímbola a la religiosidad de las naciones precolombinas.

España calló; y el desaire se prestó para las mofas hacía nuestro presidente. El Papa, con más condescendencia, sí respondió. Como se le solicitó, dio las esperadas disculpas, con breves palabras, a través de una carta que recibió y leyó el Cardenal Rogelio Cabrera, arzobispo de Monterrey y presidente del Episcopado Mexicano (CEM). (https://www.elmundo.es/internacional/2021/09/28/61533a11e4d4d85a658b45c6.html). Estas fueron: “En diversas ocasiones, tanto mis antecesores como yo, hemos pedido perdón por los pecados personales y sociales, por todas las acciones y omisiones que no contribuyeron a la evangelización” (https://www.jornada.com.mx/notas/2021/09/29/politica/la-carta-de-perdon-a-mexico-del-papa-francisco/).

El Pontífice ya se disculpó. Bien por López Obrador y éxito para la diplomacia mexicana. Ahora que sigue. Pues como él mismo sucesor de San Pedro lo propone hay que dejarnos ya de retrospectivas que pretendan resucitar añejos rencores. Hacer las paces con el pasado es, hasta psicoanalíticamente, sano como lo propone el filósofo Samuel Ramos y el ensayista y poeta Octavio Paz. Nada podemos hacer por las civilizaciones prehispánicas caídas hace 500 años; pero si tenemos la obligación de velar por el bienestar y dignificación de los pueblos indígenas. Hay que preocuparnos por los presentes y no por los pretéritamente ausentes.

Mientras tanto, cabe preguntarse: hasta cuándo seguirán los interminables debates y alegatos entre hispanistas e indigenistas: los primeros convencidos de que España trajo la verdadera fe y la civilización a pueblos bárbaros que, en su vorágine idolátrica y culto a la muerte, practicaban sacrificios humanos que terminaban en banquetes canibalescos; los segundos, no menos radicales, siempre insistieran en la grandeza y superioridad cultural, artística, religiosa… de los pueblos precortesianos y de cómo la miopía intelectual de los conquistadores, aunada a su falta de sensibilidad estética, los hicieron  incapaces de apreciar y valorar el legado de estas naciones y simplemente le echaron “trascabo” a la pirámides y fuego a los códices segados por su fanatismo y codicia.

Mal educa a su pueblo el que evoca resentimientos ejercitando una pedagogía del odio necia en revivir traumas del pasado; satanizar al español y victimizar al indio, en un pueblo mestizo como el nuestro, lo único que ocasiona es conflictuar su ya difícil condición dicotómica identitaria: hijos al fin tanto de los otrora dominados pero también de los dominadores. En el resolvernos orgullosa e integralmente como mexicanos no procede, en esencia, el tomar partido ante lo disímbolo (lo español y lo indígena) sino el buscar su conciliación la que por fin nos traiga paz interior y nos haga fuertes para adueñarnos de un mañana de prosperidad del que somos merecedores. Al final del día, el verdadero mexicano toma como suyo el valor y esplendor del teocalli precolombino y con no menos orgullo identifica como parte de su herencia cultural a la catedral virreinal.

                                                 

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