Propuestas para salir del consumismo desenfrenado
Por: Vicent Liegey*
El rebote de la economía mundial tranquiliza a medios de comunicación, inversores y dirigentes. Pero, ¿acaso el retorno al crecimiento de puede garantizar de forma duradera el futuro de la humanidad? Entre los que rechazan este modelo, muchos abogan por el decrecimiento, un nuevo enfoque de los desafíos medioambientales, sociales, culturales y democráticos globales.
Crece en la actualidad una plataforma internacional de fecundos debates en torno a la noción de decrecimiento (1). Por evidentes razones medioambientales, la posibilidad de un crecimiento infinito en un mundo finito ya no genera ilusiones En una sociedad desigual, productivista y consumista, el “siempre más” alcanza sus límites. El decrecimiento abre, según sus partidarios, perspectivas de justicia social, de emancipación y de alegría de vivir.
Desde su punto de vista, el crecimiento tal y como se mide en la actualidad por el aumento anual del valor agregado constituye una aberración física ya que está directamente correlacionado con la producción y el consumo. Sea rojo, verde o negro, sostenible o inclusivo, su búsqueda permanente les parece absurda: un 3% de crecimiento anual lleva a duplicar nuestra producción (y nuestro consumo) cada veinticuatro años. A este ritmo, dentro de un siglo, vamos a producir dieciocho veces más que en la actualidad. El sentido común diría que salgamos de esta búsqueda que agotó los beneficios de antaño en términos de bienestar social (2). Porque, ¿quién puede pretender que somos tres veces más felices globalmente que hace cincuenta años?
Un movimiento en sentido contrario sería igualmente absurdo. La meta no es decrecer sino “descreer”, salir de la religión del crecimiento (3) y pasar de un enfoque estrechamente cuantitativo, que pierde de vista las finalidades de la economía, a una reflexión cualitativa acerca del sentido de nuestras actividades y de nuestras vidas. Experimentar y poner en práctica otras maneras de interrogar. Responder a nuestras necesidades básicas de manera sostenible, por supuesto, pero también amigable y justa.
A pesar de todo, esta religión del crecimiento sigue estando muy presente, tanto en la derecha como en la izquierda, e incluso entre muchos ecologistas. Para dar respuesta a la urgencia climática, a partir de ahora el dogma se apoya en la apuesta del descoplamiento: continuar incrementando nuestra producción de bienes y de servicios, reduciendo al mismo tiempo de manera significativa tanto los impactos medioambientales como la extracción de recursos. Sin embargo, si aquí y allá se pudieron observar descoplamientos parciales, regionales, sectoriales o temporarios, nunca sucedió un descoplamiento mundial (4).
Uno de los mayores desafíos sería la drástica reducción de nuestras emisiones de gases con efecto invernadero. Pero, a menos que superemos las leyes de la física, parece poco probable que lleguemos a remplazar las energías fósiles (petróleo, gas, carbón), que aún representan el 84% de nuestro consumo. A falta de un equivalente fácilmente almacenable y transportable, denso en energía y –al menos por el momento– fácilmente explotable, no existe otra solución más que reducir nuestro consumo de energía.
A pesar de enormes inversiones recientes, las energías eólica o solar aún representan menos del 3% de la energía primaria mundial, y ya generan tensiones en el abastecimiento de ciertas materias como el cobre, así como en la utilización de los espacios. Por lo tanto, la transición energética sólo podrá entonces hacerse con una reducción de nuestras actividades más energívoras. Así, la puesta en práctica de soluciones de recambio de las energías fósiles sólo cobra sentido en economías sobrias, solidarias, abiertas y relocalizadas (5).
Convivialidad, autonomía, alegría
Actualmente, sólo se considera la dimensión económica de la innovación, sinónimo de progreso técnico. El decrecimiento invita a repensarla al servicio de otros valores como la convivencia, la autonomía, la alegría de vivir, el eco-feminismo, los comunes, el tiempo libre, las low-tech, la permacultura, la autogestión o, incluso, la reciprocidad (6). No se rechaza la innovación técnica cuando se funda en una reflexión social y cultural.
*(Extracto). Ingeniero, co-coordinador de la cooperativa social Cargonomia en Budapest, co-autor (con Anita Nelson) de Exploring Degrowth: A Critical Guide, Pluto Press, Londres, 2020, y (con Isabelle Brockman) de La Décroissance, fake or not, Tana Éditions, París, 2021.