Relato: La billetera del chivo

Demetrio le decían ‘El chivo’ porque era guapo y vestía con elegancia, además de cumplir con la función como administrador de los dólares, producto del sudor de la frente de la Mireya que, con tanto ardor, se ganaba en ‘El Chaparral’, aquel antro de la calle Celis.

Por: Prof. Mario Juárez

Hermosa, como sólo ella podía serlo, colmaba las urgencias de soldados, estudiantes y obreros. Se podría decir que era una especie de abeja reina en ese acreditado prostíbulo.

Cuando se conocieron en la discoteca, vulgarmente conocida como “El sancocho”, sus ojos se flecharon de inmediato, amarraron sus vidas y se juraron amor eterno; pero con los días descubrieron que ambos no tenían una profesión en fijo que les diera el sustento diario, por lo que se vieron asediados por tantas nuevas ideas, en la que una sobresalió: ella pondría a disposición sus atributos naturales a la clientela, mientras él sería su protector y receptor de los bienes del servicio.

Así que, mientras la Mireya expresaba su destreza y llevaba con solvencia su vendaval de erotismo entre los vahos de perfumes y tufos y con trasfondo de boleros y rancheras, Demetrio se la pasaba de lo lindo en la calle, bebiendo guaro “muñeco” con Tachuela y Telengue, sus compadres de aventuras e infortunios, que se entretenían ‘sacándole el diablo’ a las pachas vacías, ‘chiviando’ con los dados, jugando partidas de dominó, de póker, con quien, treinta y uno, viva la flor, banquito, o apostando al chingolingo.

Ya en la tarde volvía sus pasos a donde su cortesana, en busca de más dinero. La billetera del chivo, que había sido un arca rebosante en la mañana, hoy se encontraba vacía. “¿Y que has hecho nuestro dinero, amor?”, le reclamaba ella con dulzura. Y él, como un hijo mimado, se sonrojaba como una amapola. “¿Sabés que hoy un tipo quiso pegarme porque me negué a aceptarle Bitcoin? Me bañó de injurias… ¿Dónde estabas? ¿Dónde está el hombre que dice protegerme? ¡Y mirá la facha que traés!”

Pero el corazón de Demetrio era un trozo de madera.

Los días corrieron su curso normal y nada pareció cambiar. Sin embargo, una tarde en que ella daba descanso a su molido cuerpo, después de una difícil jornada, llegaron a sus oídos ciertos rumores de que Demetrio andaba entre faldas. Al principio ella no creyó; pero no dejó de percibir en su fuero interno el diablillo de los celos, que deambula a menudo en el corazón humano. La Mireya conservaba en su bolso, por instinto de seguridad, un puñal que nunca utilizaba. En su mente atravesaban leves jirones de rencor que provenían de alguna esquina de su corazón humillado.

Y cuando la verdad confirmó el rumor de la infidelidad, una idea le potenció acabar de una vez su con su atribulada vida. Aguzó el puñal.

En la boca de la noche, acostado en la cama, vuelto hacia la pared, Demetrio fue sorprendido por la Mireya. Nunca creyó que terminaría virtualmente apuñalado. La noticia del día siguiente hacía hincapié de un puñal incrustado en la espalda de la víctima. La Mireya no había dejado rastro.

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