La sociedad salvadoreña tiene una historia democrática reciente y se ha ejercitado poco en la importancia de la diferencia. Desde hace mucho, El Salvador ha configurado su pensamiento bajo un procedimiento que podemos denominar la tiranía de lo único. La tiranía de lo único nos enseñó que solo hay un pensamiento correcto. Solo existe una forma de ser adulto, hombre, mujer, profesora, estudiante. Solo tenemos una posibilidad para ser salvadoreño, es decir, ser trabajador. Solo encontramos una manera de ser buenos o exitosos o felices. En nombre de lo único han sido asesinadas, desaparecidas y silenciadas muchas personas diferentes.
Lo que esta tiranía de lo único no nos muestra es que son los dirigentes quienes han decidido cómo somos y qué es eso único lo que importa. Son los dirigentes quienes han construido, sistemáticamente una única idea de progreso. Nos han insistido que ese progreso implica un tipo de desarrollo y que ese desarrollo es “de esta manera”. Y el desarrollo, el progreso, la civilización, esas grandes palabras que aparecen en nuestra desiderata nacional, siempre han dejado por fuera a quienes no caben en ese proyecto.
En nombre del progreso, David J. Guzmán, el ilustre antropólogo salvadoreño, llamó en el siglo XIX a acabar con los indígenas que no eran una raza superior, como sí lo era la raza blanca. En nombre del progreso, el general Hernández Martínez aniquiló también a miles de indígenas, por comunistas y revoltosos. Lo mismo hicieron las siguientes dictaduras, persiguiendo a los jóvenes, a los catequistas, a los líderes de la palabra en tantos sitios. Con la firma de los Acuerdos de paz, los gobiernos también decidieron cuál debía ser el progreso y quiénes eran sus enemigos. El progreso era igual a tercerizar la economía, a abrir maquilas, a privatizar y los enemigos eran esos jóvenes pobres y excluidos que, como en una profecía, se volvieron cada vez más violentos, más pandilleros, más salvajes.
Sin embargo, el discurso del único progreso no nos dejó ver que muchas de estas políticas nacionales, en lugar de beneficiar a la gran mayoría, se pusieron una y otra vez al servicio de pequeños grupos de poder y enriquecieron, de nuevo, a quienes más tienen.
Pero no existe un único progreso, ni una forma única de conseguir que una sociedad salga adelante. En El Salvador, este debate apenas inicia. Y es importante volver al debate.
Se sigue pensando que la única forma de llegar al progreso es la uniformidad, la estandarización, la producción en serie. Es decir, más calles, más carreteras, más construcciones de cemento y concreto. No se piensa que esta visión única nos está llevando a un futuro sin bosques, sin biodiversidad, sin agua y que, finalmente, este país será un territorio en donde la vida se volverá inviable.
Esta visión única de progreso dicta que es imperativo centralizar. Una biblioteca nacional de 54 millones de dólares en el centro de la capital. En lugar de 54 bibliotecas de un millón de dólares cada una, distribuidas en distintos territorios. Cerca de ríos o quebradas, al norte, al oriente, al occidente, libros y espacios de cultura en cada espacio, no solo en lo urbano, sino también en lo rural.
La visión única del progreso señala que seremos un mejor país mientras centralicemos el control y la seguridad, mientras tengamos más policías, más militares, más grupos armados. Esta visión es incluso más peligrosa pues encubre y silencia la discusión sobre el crimen organizado y el servicio que grupos armados pueden prestar a grupos paralegales, como ha sucedido en otros países.
La visión única nos insiste al oído que debemos cerrar fronteras y defender una idea de lo nacional contra cualquier agente extranjero. No nos recuerda cuánto daño han hecho esas ideas de Estados, ni cuántas salvadoreñas y salvadoreños han dejado sus sueños en algún desierto o en alguna frontera que también se cerró. Pero la idea que ahora se nos vende tiene mucho de tiranía y debemos reconocer que, en el fondo, nos seduce. La tiranía tiene reglas claras, homogeneización, centralismo, seguridad, orden. Seduce. Mucho más que la incertidumbre y la diversidad que implica la construcción de la democracia.