El trabajo de desarticular el acostumbramiento y la comodidad de la virtualidad. La tarea del analista.
Por Sergio Zabalza.
La pandemia suscitada por el Sars Cov-2 instaló a gran parte del planeta en el encierro y el aislamiento con sus secuelas de depresión, insomnio, angustia y otros males anímicos. La hora impone extraer algún aprendizaje de la durísima experiencia causada por este virus que hoy insinúa, vacunación masiva mediante, aminorar el daño hasta ahora infligido. Por lo pronto, vale preguntarse si nuestros cuerpos son los mismos que poseíamos antes de la pandemia. Con probabilidad, la distancia respecto del semejante, las horas de encierro, la prolongada postura sedente, la protección del tapabocas ante la mirada del Otro, la influencia del mundo digital, cierta estereotipia en los gestos y la repetición de circuitos de movimiento limitados nos han influido lo suficiente como para experimentar cierta alarma ante el desafío que insinúa el encuentro de los cuerpos en otros ámbitos diferentes al hogareño.
Es aquí donde se insinúa un cruce por demás decisivo: nos referimos a la articulación entre cuerpo y tiempo, la cual arroja la pregunta por la cuestión del movimiento, no sólo el efectivo desplazamiento motriz sino en lo que hace a su faz subjetiva. Al respecto basta recalar en la organización témporo-espacial que el mundo digital impone con su contraste entre el vértigo de la “comunicación” digital y la pasmosa quietud de los cuerpos frente a los artefactos del ciberespacio.
De esta manera se hace oportuno traer una instancia clínica de eminente relevancia en el corpus teórico freudiano: la inhibición, ese «asunto de cuerpo»[1] , tal como lo aborda Lacan durante el dictado de su seminario “RSI” y al que le brinda un pormenorizado abordaje durante el seminario no por nada dedicado a La Angustia, cuando señala “que si Fulano tiene el calambre del escritor es porque erotiza la función de su mano”[2]. Es decir: es el interés psíquico alojado en el cuerpo el que produce la inhibición. No por nada, tras destacar que “de lo que se trata es de la detención del movimiento” se pregunta: “¿Significa esto que la palabra ‘inhibición’ deba sugerirnos tan sólo detención?” [3]. En otros términos: lejos de remitirse a una detención en el desplazamiento motriz, la inhibición bien puede producir escándalos en la vía pública o encerrar al sujeto entre las cuatro paredes de su casa.
Lo cierto es que, como si fuere necesario probar el carácter contradictorio que distingue a la condición humana, una vez más se hace evidente que las personas solemos acostumbrarnos al sufrimiento para así disimular los inquietantes enigmas que impone la existencia, a saber: ¿en qué soy responsable del momento que atraviesa mi entorno social ? ¿cuál es mi deseo? ¿cuál es mi actitud ante el amor? y otras cruciales preguntas de similar calibre y tenor.
En muchísimos casos la pandemia instituyó una suerte de intervalo en que todos esos acuciantes interrogantes de alguna u otra manera se vieron eximidos de ser respondidos. Había que cuidarse y punto. ¿Para qué preocuparme sobre qué voy a hacer con mi vida si la hora sólo me exige sobrevivir? La consigna era no arriesgar. Así, de alguna manera nos vimos exceptuados de salir a buscar nuestro horizonte y asumir las responsabilidades que como sociedad compartimos. El porcentaje de ausencias en las Paso lo demuestra. La pandemia cubrió todo el monitor, no se hablaba de otra cosa.
En otros términos, si es cierto que todo lo personal es político, la desestimación por hacerse cargo de la insatisfacción sexual en virtud de que: “¿Para qué preocuparme porque no consigo pareja si no está permitido el contacto?” o “¿para qué preguntarme qué hago con este partenaire si hoy por hoy tengo poca chance de conseguir algo mejor?” termina redundando en un desinterés por la suerte de la comunidad a la que sin embargo pertenecemos.
De esta forma hemos estado eximidos de responsabilidad frente a nuestra existencia, lo cual de ninguna manera supone quedar exceptuados de resentimiento o frustración por el encierro, aunque sí ampararnos en nuestra condición de víctimas y aún más, punto clave y decisivo de nuestra condición de seres hablantes que vale destacar: gozar ante el sufrimiento. No por nada, un aviso de la televisión belga retrata la angustia de los adultos en su vuelta al trabajo presencial. Lo divertido es que el video muestra a los niños llevando de la mano a sus padres en su “primer día” de trabajo. Síndrome de la cueva llamó un psiquiatra a este padecimiento cuyo origen no es otro que el rasgo conservador y narcisista de la pulsión que Freud bien supo detectar.
Desde ya, la fobia social cuadra perfectamente en este panorama que estamos trazando, pero lejos está de cubrir el campo de la experiencia humana ante la pandemia. De una u otra manera todes hemos transitado una suerte de alivio malsano ante la suspensión de los deberes más elementales que impone nuestra condición de seres de relación, dotados con un cuerpo que exige y al mismo tiempo teme el contacto.
El consultorio es testigo de la angustia por esta presencialidad en ciernes : “no sé si voy a poder” es la frase que resume como pocas las ansiedades que sobrevienen ante las diversas variantes del efectivo encuentro de los cuerpos. Sea el trabajo: “ Me hacen ir a la oficina y otra vez a ver este tipo que no lo aguanto”; la familia: “otra vez a discutir qué hacemos con las vacaciones o en las fiestas”; o el estudio: “ ¿ir a la facultad? …con lo bien que estaba con la camarita”; testimonian este oscuro costado de la nueva normalidad, cualquiera sea la forma y la manera en que ésta finalmente adopte. Ni qué hablar de las quejas por el tiempo insumido en transporte, reuniones presenciales o, incluso, el riesgo que supone todo encuentro con un nuevo partenaire a cambio del engañoso confort que presta la masturbación.
De allí que si es cierto, como decía Freud, que “el motor más directo de la terapia es el padecer del paciente y el deseo, que ahí se engendra, de sanar”[4], la intervención de proponer el retorno a las sesiones presenciales por parte del analista puede constituir, según los casos, un efectivo recurso para que la angustia, en lugar de paralizar, motorice el trabajo psíquico necesario para salir de la inhibición y así cortar una inercia tan inconducente como nefasta.
Sergio Zabalza es psicoanalista. Doctor en Psicología de la Universidad de Buenos Aires.
Referencias:
[1] Jacques Lacan, El Seminario: Libro 22, “ RSI”, clase del 10 de diciembre de 1974. Inédito.
[2] Jacques Lacan (1962-1963) , El Seminario: Libro 10, “ La Angustia”, Buenos Aires, Paidós, 2006, pp. 341-342.
[3] Jacques Lacan, op. cit, p. 18.
[4] Sigmund Freud; “Sobre la iniciación del tratamiento”, en Obras Completas, A. E: tomo XII, p. 143.
Fuente: Página/12