¿Hacer historia?
Matar es una forma de hacer historia. ¿Qué duda cabe? La historia esta poblada de muertos, saturada de sangre. No es algo etéreo. Sólo lo sólido se desvanece en el aire, la sangre no se disuelve, se derrama, pero nunca deja de nutrir y estar y ser. La historia es sangre, se escribe con ella y la sangre es eterna como el mundo. Las matanzas son una forma de narración que entran en escena cuando los cuentos pierden funcionalidad. Todos matan.
Por: Marcelo Valko*
Hasta los historiadores matan pero de otro modo, matan al tergiversar los hechos desde la segura quietud de sus gabinetes de trabajo cuando deciden privilegiar intereses económicos por sobre datos concretos y minimizar otros o, directamente ocultarlos. Matar es una forma de hacer historia, eso no enseñan los manuales escolares, pero es cierto. La historia es culpable y los historiadores son sus principales cómplices al anestesiarnos con cuentos. Con el caso de Túpac Amaru II, ocurre algo por el estilo, se lo presenta indefectiblemente de forma que parezca un cuento, bastante sencillo en realidad, protagonizado por una suerte de Robin Hood andino, único iluminado que conduce a las masas desarrapadas de indios y que termina capturado por el malvado alguacil de un Nottingham-castizo. Un estilo de narración que hace hincapié casi con exclusividad en el final sangriento del rebelde regodeándose en las aristas morbosas de su ejecución, de esa forma, al detenerse en el despedazamiento de Condorcanqui despojan a esa increíble gesta social de su dimensión estructural y de la religiosidad andina que la sustenta. Describen la rebelión como si se tratara de una moraleja, bastante ilustrativa por cierto, del destino que les aguarda a los rebeldes aunque breguen por una buena causa. Mejor quedarse manso y tranquilo. No es un dato menor. Semejante relato sobre Túpac Amaru II disuelve ese momento de aceleración histórica y lo deshuesa de su masa crítica hasta convertirlo en una sanguinolenta película hollywoodense donde el muchacho muere al final. En este articulo eso no sucede, porque el protagonista no es un individuo sino una sociedad que temporaliza aquel reclamo hasta el día de hoy, por eso vamos a avanzar sobre aspectos poco transitados de esta rebelión.
Quizás el dato más relevante para adentrarse en la mayor insurrección del período colonial es acotarla en tiempo, geografía y sangre. Desde que Condorcanqui pronuncia el “Grito de Tinta” el 4 de noviembre de 1780 hasta que es detenido el 6 de abril de 1781 transcurren apenas cinco meses. Y si extendemos la fecha hasta el momento que es ejecutado el 18 de mayo de 1781 totaliza seis meses y 14 días. En ese breve lapso la masiva rebelión que desconoce la autoridad de los funcionarios realistas se extiende aún después de su muerte desde Colombia hasta el Impenetrable chaqueño conmoviendo los virreynatos del Perú, Nueva Granada y Río de la Plata, produciendo cien mil muertos y una cantidad aun mayor de desplazados de la zona de conflicto que tiene como epicentro Cuzco y La Paz. Si la cotejamos con nuestra guerra por la independencia que comienza en el incruento Cabildo de 1810 y finaliza en la batalla de Ayacucho de 1824, las bajas de ambos bandos ni se aproximan a esa cifra. Tal vez estas comparaciones nos permitan asomarnos a la magnitud de esa rebeldía masiva encolumnada tras el retorno del Inca, un anhelo que excede por completo a las intenciones de Condorcanqui.
La historia oficial en cambio, finge prescindir de la sangre, por eso opta por narrar una revolución de escarapelas a imagen y semejanza del cielo, una casita de Tucumán donde lo único que cuenta es su pintoresca fachada y una fila de pobres burritos cruzando los Andes entre ventiscas y nieve. En esa historia, Túpac Amaru es apenas un detalle que a lo sumo sirve para demostrar la maldad de los realistas con una moraleja adicional: nada de lo que emprendan los indios termina bien. Esa historia cuentista y cuentera ama el singular protagónico y desprecia los plurales inherentes a los procesos, por eso hace hincapié y se detiene en la ejecución de Condorcanqui, y al hacerlo, deja a un lado a las decenas de miles de muertos que se sumergieron con él en ese torrente de sangre. Deja de lado un complejo proceso reivindicatorio atravesado por una temporalidad de siglos. Incluso desdibuja a Túpac Katari quien es mencionado al pasar como un mero partenaire, cuando no solo estuvo mas cerca de tomar La Paz que Condorcanqui el Cuzco mediante un cerco, desvío de ríos y combates feroces produciendo la muerte la mitad de los paceños, sino que comprendió claramente su rol en ese río de cabezas americanas cuando a punto de morir les escupió a sus verdugos: “volveremos y seremos millones”. Para los académicos que canonizaron una historia de la manera que debió haber sucedido, el mundo indígena de ninguna manera puede enseñarnos el camino, ni siquiera un modesto sendero. Mitre en su Historia de Belgrano no deja de ridiculizar la propuesta de monarquía incaica formulada por el creador de la bandera. Asegura con inocultable desprecio que Belgrano aspiraba a coronar “rey de patas sucias y monarquía en ojotas… un rey de burlas, hechura de la irreflexión y el capricho sacado de una choza”. Es textual de Bartolo.
Lo interesante del caso, es que ni siquiera en lo que atañe específicamente a la ejecución de Condorcanqui, se atreven a reflexionar sobre la motivación última que encubre tamaña crueldad del imperialismo español. Sobre todo en ese punto, los historiadores oficiosos la banalizan y despojan de su real significado regocijándose en un salpicrep de sangre, cuando resulta evidente que su eliminación no fue un castigo, ni siquiera una venganza, en realidad se trató de un exorcismo tan nítido como desesperado.
Si nos remitimos a la versión oficial, el disparador que desata en los Andes una tempestad como jamás se había visto, guarda relación con los abusos realizados por los corregidores y su “reparto anual” de mercancías de origen peninsular, un reparto que no era otra cosa que la venta compulsiva de “cosas de Castilla” para que los indios “le tomen gusto” y se amolden a la cultura ocupante para reemplazar sus hábitos y dejar atrás sus objetos cotidianos. Todos estaban obligados a comprarlos. Los productos entregados eran por completo inútiles e inservibles con el agravante de su pésima calidad y alto costo. Los corregidores “repartían” alfileres, barajas, estampitas, géneros de los más ordinarios, cuchillos mal templados, botones, fierro ruin, anteojos con o sin vidrios, polvos azules e incluso cosas tan disparatadas como hojas sueltas de libros para la instrucción de tropas de infantería escritos en latín. Quienes se encontraban en una situación mas acomodada debían adquirir encajes, hebillas, camisas, sedas, todo de una deplorable calidad que se pagaba por muy bueno. A esa altura, los espejitos y cuentas de colores con los que Colón había deslumbrado a los tainos en el Caribe, ya no causaban el mismo efecto, con el agravante que, en lugar de regalarlos como el Almirante de la Mar Océana, aquí los cobraban y muy bien.
El repartimiento no solo era un instrumento de aculturación a como de lugar, sino que consistía en uno de los principales mecanismos impositivos de recaudación para la Real Hacienda y servía de paso, para incentivar la mediocre producción peninsular. Ciertamente los indios odiaban al corregidor. Anteriormente se habían producido infinidad de abusos impositivos y siempre, después del cimbronazo inicial, los indígenas lo terminaban pagando inexorablemente. En 1780 cuando se produce el escandaloso incremento de precios de las baratijas con las que extorsionaban a las comunidades, Condorcanqui es un elemento que en apariencia está inserto por completo en el mecanismo de dominio español.
La corona utiliza a los caciques para controlar en forma directa a las comunidades y a cambio les concede una serie de privilegios. Hasta que se subleva, es lo que se conoce como “un indio amigo” claro que con unos matices que vislumbraban su disgusto frente a las injusticias. Antes de su rebelión, consta por escrito la preocupación de José Gabriel Condorcanqui por su gente. En 1777 plantea el gravísimo problema de los mitayos que marchan a las minas y deben recorrer distancias superiores a los mil kilómetros: “despídanse, o para morir o para no volver mas a su patria… cargan con sus mujeres y sus hijos, y ya con solo un indio mitayo sale del pueblo una familia entera… si de ida lo pasan mal a la vuelta lo pasan peor… no les importa que las provincias se aniquilen”. Aunque resulte paradójico, también los archivos consignan una respuesta del Visitador Areche, el mismo que lo condenaría a una muerte atroz años mas tarde, donde acepta que: “no hay corazón bastante robusto que pueda ver como se despiden forzados los indios de sus casas para siempre, pues si salen cien, apenas vuelven veinte…”
Sin embargo, en aquellos momentos es Tomas Katari cacique de Chayanta y no José Gabriel, la figura excluyente como defensor de las comunidades. Katari eleva en los tribunales del Alto Perú infinidad de pleitos por usurpaciones de tierras y abusos de toda índole. Su compromiso es tal que en 1779 marcha a pie hasta Buenos Aires para plantearle directamente al Virrey del Río de la Plata las tremendas injusticias de sus funcionarios. A su regreso, las autoridades locales acusadas lo detienen y los aymaras se rebelan solicitando su liberación. Finalmente se deshacen de Tomás Katari arrojándolo al fondo de un precipicio. En medio de tal convulsión, a fines de 1780, Condorcanqui anuncia que la hora había llegado. Y aquí surgen las preguntas que la historia oficial no logra responder en forma convincente. Mas allá del trabajo previo realizado para organizar la sublevación (la sentencia en su contra habla de cinco años de preparación) y de su necesidad de adelantarla a raíz de la detención de Katari y por mas extorsión que fuera el reparto: ¿porque las masas de la mitad de Sudamérica se encolumnaron tras el nombre del Inca? ¿Una mera cuestión impositiva por más odiosa que fuera sería capaz de desatar semejante movimiento organizado tras su figura? ¿El alza del precio de los polvos azules y de las hojas sueltas de los libros de infantería que los corregidores les obligaban a comprar podrían evocar un sueño de rebelión de tal magnitud en esos mitayos que se extinguían en los socavones? ¿Porque seguir a Condorcanqui que hasta ese momento era uno de los tantos caciques que colaboraban con la administración colonial? ¿Era la gota que colmaba el vaso, o había algo más? ¿Acaso había regresado el Inca? ¿Acaso no se había ido nunca? Corrían rumores que el Inca solo estuvo como durmiendo, soñando en la tierra hasta que el nuevo Pachacuty lo había despertado.
Continuará…
*Autor de numerosos textos como Esclavitud y Afrodescendientes, Pedestales y Prontuarios, Cazadores de Poder y Pedagogía de la Desmemoria http://marcelovalko.com .