Tu nombre me sabe a tierra
Por: Marcelo Valko*
En 1780, nueve años antes de la toma de la Bastilla por el pueblo francés, José Gabriel Condorcanqui tiene 42 años y es el cacique de Surimana, Pampamarca y Tungasuca, gusta vestirse de terciopelo negro, usa sombrero de pico con alas y sabe montar un caballo blanco creando un contraste imponente en esa compleja sociedad de castas donde el denominador común es el quietismo del color de la piel.
Hace 22 años está casado con Micaela Bastidas con la que tiene dos hijos. Se trata de un acaudalado comerciante que comienza a ver afectados sus intereses económicos por el impuesto de la alcabala, una tasa que se le impone a las mercancías mediante las distintas aduanas coloniales. Educado en el colegio jesuita San Francisco de Borja para hijos de caciques además del quechua y aymará, habla a la perfección castellano y latín. Sin embargo en su caso, resulta evidente que el lavado de cabeza no funcionó. Uno de sus libros de cabecera es Comentarios Reales de Garcilaso, un texto que narra con nostalgia el pasado incaico y que tras su rebelión no solo fue prohibido sino “confiscados todos los ejemplares que se hallaren”.
Desde hace años, mantiene un juicio ante la Audiencia de Lima para que le reconozcan los títulos nobiliarios que por herencia le corresponden. Inca por línea materna por la ñusta Juana Pilcohuaco, es el quinto nieto de Túpac Amaru el último Inca que resistió en Vilcabamba. Vale aclarar que en el Incario la herencia era por vía matrilineal, por lo tanto no es una pretensión antojadiza o un reclamo de nobleza a como de lugar. Si bien, encabezar la rebelión como Túpac Amaru posee una dosis de lógica obvia, en tanto continuidad de linaje, al designase con el nombre del ultimo Inca presenta una ingrediente muy propio de la religiosidad andina.
Al asumir ese nombre cede su mismidad en tanto Condorcanqui y da paso a la espiral cíclica de una cultura agraria donde nada deja de retornar, donde el final vuelve a ser el comienzo y los nombres regresan sin haberse ido nunca. Siempre se trata del mismo sujeto histórico que, en esa relación especular que le ofrece el pasado al presente, encuentra un espejo donde mirarse para el futuro. Aquí es donde la historia comienza a ponerse interesante.
Como sucedería dos siglos después en la selva Lacandona, el procedimiento de hormiga que deshoja el jardín frente a los dientes de un león rampante, se pone en movimiento y cuando Condorcanqui se transforma en Túpac Amaru, ya viene tejiendo silenciosamente una inmensa red de apoyos invisibles a los ojos de España. Es un método de paciencia mineral, cosa de indios obviamente. Tal como sucedió el 1° de enero de 1996 cuando México se despertó atontado, no tanto por los litros de tequila bebidos para recibir al año nuevo, sino porque San Cristóbal de las Casas había sido tomado. Así, de pronto, sin aviso, sin enviar la tarjeta de participación a tanto izquierdólogo que todo lo tiene previsto en su dialéctica de café, estalló una rebelión masiva. Para el afuera, sucedió de la noche a la mañana.
Tardaron un tiempo en advertir que para el adentro, la cosa era muy distinta y nadie estaba sorprendido. La rebelión se extiende en Chiapas como un tsunami alcanzando los horizontes del mundo. Mas allá de cualquier consideración actual sobre el EZLN, su irrupción, resistencia y perspectiva, su accionar se basa en un imaginario social receptivo a una idea de ciclo, a esa seguridad expresada en uno de sus manifiestos donde afirman: “no morirá la flor de la palabra”. Nada más efímero que una flor ni más eterno, ni más inserto en lo profundo de las culturas mesoamericanas. Basta leer la poesía nahuatl anterior a la llegada de Cortes y advertir su centralidad o los libros maya-quiches de Chilam Balan que auguran en el futuro, el regreso de los comienzos. La misma continuidad sucedió con Condorcanqui devenido en el Inca.
El grito de Tinta comienza con la ejecución del Corregidor Antonio Arriaga en noviembre de 1780, acción donde Condorcanqui se apodera de unas pocas decenas de fusiles que la mayor parte de sus huestes no sabe como utilizar. Pocos días después llega el combate de Sangarará. Allí la tropa española que marcha confiada y ansiosa “a escarmentar a una chusma de indios” es derrotada por completo a pedrada limpia. Sin embargo, Condorcanqui no sabe aprovechar el triunfo. Quizás experimenta la misma impresión que el cartaginés Aníbal frente a Roma cuando en lugar de tomarla se dedicó a sublevar la península y perder un tiempo precioso. El Inca, en vez de caer de inmediato sobre un Cuzco sorprendido y desguarnecido, regresa a su pueblo donde se dedica a mandar cartas instando a otros lideres comunitarios a sumarse a la rebelión al tiempo que solicita al Cabildo y sobre todo al obispo Moscoso, que es criollo, la rendición de la antigua capital del Tahuantinsuyo. Realmente estos episodios iniciales son acciones modestas frente a la magnitud y potencia del Imperio Español instalado en un enclave estratégico al que defendería con uñas y dientes. Pensemos solamente en la Casa de Moneda de Potosí, que si bien, sus filones ya no rendían como en los siglos XVI y XVII, continuaba acuñando la totalidad del metálico circulante. Precisamente por eso, resulta muy significativo que en aquel momento, nadie perciba estos comienzos tal como son en realidad, sino por lo que representan.
Condorcanqui deja de ser el acaudalado comerciante que amasó su fortuna revendiendo mercaderías para transformarse en un Inca fulgurante. Al igual que Sandino en Nicaragua cuando las prostitutas le proveyeron de unos pocos fusiles para inicial la resistencia frente a la ocupación de EEUU, la voz insurrecional que desata el alzamiento del Inca viaja en boca de propios y enemigos y se agiganta mas allá de las motivaciones y propósitos que pudiera tener. Ya no es Condorcanqui, es Túpac Amaru y el plan justiciero más o menos acotado o ambicioso, es rebasado por un nombre que retorna y que significa tanto para el mundo andino. Es el Inca del Pachacuty, del cambio de tiempo o de ciclo. Túpac Amaru supera y deja empequeñecido a Condorcanqui. Para nosotros, que historiamos su accionar desde una cultura capitalista que se especializa en separar a los individuos de sus comunidades, es Tupac Amaru II, para el mundo andino es Tupac Amaru a secas. Es un nombre que no se fue nunca.
En este punto es necesario reflexionar. ¿Por que viaja esa voz, porque se agiganta? ¿Cuantos intentos anteriores y posteriores se malograron de inmediato? Cuantas veces en la historia de los Andes las comunidades colgaron algún funcionario odioso trayendo aparejado como única consecuencia la instalación un nuevo agente del sistema, quizás peor que el anterior y con los revoltosos exhibidos en lo alto de una pica. Esa escena se repitió infinidad de veces. En el caso de Condorcanqui, el funcionario ejecutado a la vista del pueblo y el combate de Sangarará provocan una reacción distinta. La sola mención de su nombre inspira tal conmoción y provoca tal terror en los españoles que ningún sitio de este mundo es suficiente para ocultarse de la tempestad. Algunos refugiados en las iglesias les ruegan a los sacristanes que “les franqueasen las bóvedas para sepultarse vivos”. Semejante horror es fácil de rastrear en las medidas represoras que se toman tras su ejecución.
En los bandos, autos, decretos y medidas se advierte la desesperación por borrar su paso por este mundo. Las autoridades arremeten contra todo aquello que pudiera evocarlo comenzando por su “malsano nombre que seduce a las indiadas”. Queda prohibido pronunciar “la infame voz Túpamaru”. Quizás por esa razón, su nombre siguió viaje convertido en sinónimo de insurrecto y de proceso revolucionario y se transformó en símbolo y en la puerta de entrada de nuevos signos. Para el caso argentino, hasta el mismo Mitre se resigna a aceptar que el sol que tenemos en la bandera, es el sol flamígero incaico, y no el europeo. Lo mismo sucede con las estrofas del Himno que fueron amputadas por Roca “se conmueven del Inca las tumbas…” o con la borla incaica que tenía como suplemento el gorro frigio del escudo aprobado por la Asamblea del Año XIII. Esa misma influencia la podemos rastrear en la propuesta de monarquía incaica atemperada como forma de gobierno con capital en el Cuzco propuesta por Belgrano y aprobada en 1816 en Tucumán. Tal como acusa Mitre: “esas falsas ideas… constituían la mitología de la revolución”.
En toda Sudamérica su nombre perduró adaptado a nuevos tiempos y circunstancias representando siempre, no al revoltoso, sino al revolucionario idealista desde los tupamaros uruguayos al Movimiento Túpac Amaru en el Perú. Allí, hasta el gobierno militar de Velazco Alvarado, trabajó especialmente su figura como el prototipo del indio que se alzó contra los opresores. Incluso la cabeza del Inca estilizada con su sombrero de pico, se convirtió en el emblema de la reforma agraria de dicho gobierno y Condorcanqui quedó inmerso en la tierra al bautizar a una de las provincias amazónicas. Pero sin ir tan lejos, pensemos en lo que su figura provoca en nosotros, o lo que evoca el presidente boliviano y su clara asociación con la rebelión andina.
Evo Morales está más allá de si mismo, y para colmo su nombre: Evo, el masculino de Eva, es el símbolo de un primer hombre que sigue siendo el mismo. Sí Túpac no evocara tantos sueños se habría escurrido en el mar de muerte de la historia. Precisamente por eso su nombre permaneció en el aire. Veinte años después del aplastamiento de la rebelión, cuando Alexander von Húmboldt, recorre la zona en 1802 percibe su importancia en el imaginario social y lo afirma con todas las letras: “la esperanza de la restauración de los incas ha dejado huellas en la memoria de los indígenas”. Precisamente por esa esperanza, ese nombre que emerge del fondo del tiempo incendió los Andes. En 1780, a su sola indicación miles y miles se levantan y lo siguen. ¿Eran zombis contagiados por una plaga instantánea? ¿Carecían de voluntad propia? ¿O existe algo más que tanto pichón de Bartolomé Mitre y Félix Luna intenta borronear? ¿Acaso no influyó la memoria frente a la injusticia como el arma insurreccional más poderosa? Lo cierto es que los mitayos dispuestos a disolverse en los socavones de Huancavelica y Potosí, que salían a la superficie únicamente el domingo para escuchar misa, resignados a morir escupiendo sangre extrayendo el mineral que alucinaba a la Corona, se convierten en un movimiento como el de Espartaco en Roma que aterra a sus invencibles legiones. ¿Como sucedió lo imposible? ¿Acaso todos lo estaban esperando?
Continuará…
*Autor de numerosos textos como Esclavitud y Afrodescendientes, Pedestales y Prontuarios, Cazadores de Poder y Pedagogía de la Desmemoria http://marcelovalko.com .