Túpac Amaru: Exorcismos y retornos (III)

Prohibido Recordar Memorias

Por: Marcelo Valko*

Condorcanqui escucha otra vez los gritos de su hijo Hipólito, ahora más apagados por el cansancio del tormento. El guardia al que quiso comprar fue corriendo con la novedad a las autoridades. Tienen tanto miedo que ni siquiera aceptan sobornos.

Ellos no lo quieren matar todavía y él no consigue darse muerte para arruinarles la fiesta. Lo reservan para algo mejor. Lo quieren vivo para que aprenda y no se atreva a retornar. Es evidente que tienen planeado para su carne lastimada y para su voluntad inquebrantable un gran final. Y Condorcanqui no duerme pero sueña y espera que en ese momento Túpac Amaru no lo abandone. Ruidos de pasos, voces, trabas metálicas que se descorren, puertas que se abren.

A esa altura de su prisión, le resultan familiares los sonidos del horror. Lo están llevando a Hipólito de regreso a su celda. Antes le había tocado el turno a su mujer Micaela Bastidas y a su otro hijo Fernando. Ahora vienen por él. Siempre actúan de esa forma para que padezca el sufrimiento de su familia.

En la helada madrugada cuzqueña del 17 de mayo de 1781, lo arrastran desde su mazmorra ubicada en el Convento Jesuítico y lo arrojan por última vez a la sala de torturas. Mientras le amarran los tobillos y las manos, observa de refilón el elenco de funcionarios reales. Está el escribano real Manuel Espinabete López que toma escrupulosa nota de todo, el Obispo del Cusco Juan Manuel Moscoso y su crucifijo de plata colgándole del pecho, el fiscal Doctor José Saldivar y Saavedra, el defensor Doctor Miguel de Iturrisarra y obviamente el Visitador General de la Real Hacienda y Tribunales del Reino José Antonio de Areche. Están expectantes. Los verdugos comienzan su tarea.

José Gabriel recupera su mismidad a través del dolor. Condorcanqui siente la presión sobre su carne, siente su piel lacerada pero no emite un sonido. La mesa sobre la que se encuentra tendido está manchada con la sangre de los suyos arrastrados a su mismo martirio. Es el agua de los Andes, el agua de América. Piensa en los miles de mitayos que no tienen el privilegio del suplicio individual, carecen de la singularidad del propio nombre y apellido supervisado por tanto fiscal, obispo y escribano real con tanto esmero. A ellos, a los invisibles, los matan y mueren en plural, los indios son indios y nacen en la noche y mueren borroneados por tinieblas, no tienen nombre, se los mata como perros de a miles. Son millares como las semillas que esparce el viento, el agua y las heces de los animales, quizás por eso causan horror a los esterilizadores. Es imposible destruir tanto.

El interrogatorio está plagado de incongruencias. Le preguntan cosas tan estúpidas que, sino tuviese la cara deshecha por los golpes reiría a carcajadas: ¿por qué asumió el nombre de Túpac Amuru? ¿Por que dijo que los indios viven en forma miserable? ¿Porque se hizo retratar como Inca? ¿Como sedujo a las indiadas? ¿Porque les hizo recordar memorias nocivas contra el reino? Finalmente advierte que llega el final porque el escribano comienza la lectura de los interminables folios de la sentencia redactada por Areche. Túpac no se arrepiente de nada. Además, el terror de sus captores les impide cualquier gesto de clemencia.

Y se evade de la voz monocorde del funcionario: Recuerda el entusiasmo de su gente ante la llegada del nuevo tiempo que tendrá que aguardar un poco más, solo un poco más. ¿Hasta donde habríamos podido llegar? Yo soy el que soy, dice el Dios cristiano y afirma una temporalidad de presente. Yo soy el mismo que fui y que seré, mi temporalidad es de un ciclo perpetuo y por eso llegamos tan lejos, hasta decretamos la abolición de la esclavitud de los negros. Además la Corona tuvo que ceder y debió implementar reformas. El reparto de los corregidores, ya no existe. Ya vendrán otros que terminaran la tarea.

El viernes 18 de mayo de 1781, el día fijado para la ejecución, al Visitador Areche le duele todo el cuerpo. No logró pegar un ojo en toda la noche. Cansado de dar vueltas en la cama se levanta de madrugada. Cuando comienza vestirse ayudado por el sirviente advierte su propio temblor. Manda despertar al obispo Moscoso para confesarse y comulgar. De rodillas reza con fervor y su nerviosismo se traslada a sus funcionarios. ¿Acaso no somos los triunfadores? ¿Acaso no será ejecutado el blasfemo traidor junto a su infecta prole? Areche tiembla y duda de su propio triunfo. Que lejos parece aquel 14 de abril cuando entró victorioso en Cuzco con un Condorcanqui encadenado. Pasó apenas un mes y parece mas de un siglo. No participa del regocijo de sus funcionarios convencidos “que muerto el perro se acaba la rabia”. Advierte con total claridad contra lo que esta luchando. Condorcanqui no es un hombre, es un río de atahualpas y túpac amarus. Areche sabe que no podrá contra ese torrente de cabezas que vuelven y retornan y regresan. Cuando Moscoso le ofrece la hostia para comulgar, la siente en la boca como si fuera una piedra, un medallón de plomo que su saliva no logra disolver.

Desgraciadamente nada sale de acuerdo a lo previsto. Aunque la plaza de armas del Cuzco esta repleta, todos los que asisten son españoles, no se ven indios. Y Areche necesita que los indígenas lo vean morir. Necesita convencer de su muerte para convencerse a si mismo. Pero los indios lo defraudan como siempre. Se niegan presenciar el espectáculo. Rodeado por cordones de soldados, el reo asiste en silencio al suplicio de su familia. Ni siquiera grita cuando los caballos comienzan su trabajo. Con una “determinación que no parece de este mundo”, el Inca no emite sonido. El cuerpo no se quiebra. Las señoras se desmayan en los balcones.

Y para colmo de males a las 12 en punto del mediodía cuando los animales lo están tironeando, se levanta un fortísimo viento y cae un tremendo aguacero. La circularidad de los líquidos de los Andes compuestos de agua, semen, orines y sangres estaba otra vez en movimiento. Y la sangre de Condorcanqui confundida entre la lluvia torrencial comienza a huir del cuerpo destrozado para nutrir otra vez la tierra y preparar el retorno delante de los ojos de sus verdugos. Definitivamente Areche no tiene la función deseaba. El espectáculo es aberrante y el Visitador es el principal horrorizado. La sentencia que dictó y su “debo condenar y condeno” se le empasta en la boca como la hostia de la madrugada.
Las damas se descomponen, los animales no avanzan un solo centímetro y esa tormenta imprevista. Advierte el nerviosismo de los guardias. El cuerpo de Condorcanqui no obedece. Los brazos y las piernas no se desgajan del tronco. Hasta el último momento el rebelde es rebelde.

El indio de mierda insiste en su resistencia. Con las sogas en su máxima tensión los cuatro caballos tironean sin moverse. Sus relinchos, los ruidos de sus cascos que arañan el suelo y los chasquidos de los látigos para empujarles es lo único que se escucha en la plaza. El Visitador Areche comienza a temblar. Cuando termine la ejecución, va a mandar arrestar al alcalde de Cuzco por haber elegido esos caballos inservibles. Quisiera con todo su ser que el rebelde grite. Nadie entre los espectadores soporta su silencio. Hay gente que se persigna a su lado y el Visitador se ve obligado a ordenar el corte de los músculos a la altura de hombros y muslos. Recién en ese momento consiguen partir el cuerpo del rebelde. América es el territorio de los sueños imposibles

¿Que gusto tiene la sal?

Esa noche, en el campamento encargado de demoler la casa natal de Túpac Amaru en Tungasuca la tropa no pega un ojo. La tierra se cansó de los pies de los conquistadores, está harta de ser pisada a mansalva y amenaza con nuevas formas. ¿Acaso el suelo del Corregimiento de Tinta produce algo más que papas? Las actitudes de unos y otros así parecen confirmarlo. La cabeza de Condorcanqui para los suyos es un fruto mágico, un sueño eterno de esperanzas y para los realistas una pesadilla de horror. Es una planta que crece y se incorpora y camina. Aunque la guardia ha sido reforzada, los centinelas están inquietos. El capitán vuelve a contar los sacos de sal amontonados en las carretas y suda frío. Discute con el sargento y promete encarcelar a los comerciantes que no encuentran más sal en los almacenes. Esa cantidad le parece insuficiente.

Necesitan sal para matar la semilla, para amedrentar la tierra, esterilizar el suelo. Debe castigar esa tierra paridora. La sentencia judicial es clara y no deja lugar a duda alguna: ordena arrasar la casa natal del Inca y salar el suelo que procreo a la bestia. La ansiedad del capitán solo se calmaría con una nevada de sal. Alguien menciona un salar ubicado entre los cerros. Pero resulta impracticable por las distancias.

Desde que lo enviaron a cumplir la sentencia contra la casa natal del rebelde, asiste a una resistencia nunca vista por parte de los indios. Los naturales se niegan a derribar la casa. Suplican de rodillas y pese a los azotes se empacan como mulas. Los látigos de siete suelas trinan sobre las espaldas empacadas, despellejan las carnes que se resisten a demoler la vivienda. En lugar de golpear sus muros con las mazas, han visto indios acariciando las paredes. La terquedad de los mitayos es proverbial, están inmovilizados, saben que esa casa es una gran puerta y la quieren abierta. En cambio, las autoridades necesitan cerrar ese portal, esa brecha de retornos. Son dos mundos frente a frente. Cada tanto el sargento renueva la orden de los azotes. Los indios continúan inmóviles, parecen inmunes a los latigazos que se multiplican con el terror que experimentan los guardias.

Continuará…

*Autor de numerosos textos como Esclavitud y Afrodescendientes, Pedestales y Prontuarios, Cazadores de Poder y Pedagogía de la Desmemoria http://marcelovalko.com .

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