La Mesa de Billar

Siempre he jugado billar. Desde niño. Llegué desde un hermosísimo pueblo, mi Berlín natal a la gran capital, a la urbe, a la mega polis, y sucede que frente a mi colegio estaba y está el Colegio Médico; mi tata, socio de tal institución, me dio derecho a que firmara los vales, era sencillo, la caja registradora emite un tiquete, lo firmaba y ponía el nombre de mi padre, quien puntualmente, como atendía a tantas damas y queridas que tuvo, era presto a pagar mis gastos.

Por: Francisco Parada Walsh*

Empezaba a jugar billar. Era una pasión. Llegó la guerra y con mi recordado y amado Amigo Elmo Roger Toruño, hijo de un gran, gran médico, nos enfrascábamos en jugar, fumar y jugar. Las apuestas con los médicos eran de a cinco pesos, altísimas para nosotros, eran los rivales un cirujano plástico, el Maestro Dr. Julio Cesar Guzmán Ruano y otros más, de a poco la tensión era evidente. Esos cinco pesos eran mi vida. Ganamos y perdimos.  Lo normal en la vida.

Llegamos a extremos que mientras el toque de queda prevalecía, nos quedábamos escondidos, y una vez que Don Joelito se marchaba, era Francisco, una gran persona quien era el responsable de cuidar las instalaciones y las mesa de billar ¡era nuestra! nuestra ¡Por toda una noche! De siete  a cinco de la mañana, algo tuve que aprender. Sucede que aquí en la montaña, deseaba comprar una rocola, un sueño húmedo, un sueño frustrado y como parte del trato me dicen que venden la rocola junto a la mesa de billar, sino, no hay trato.

Llamaba a uno y a otro, no tenía el dinero ni nunca lo tendré pero ahora esa mesa me pertenece. Cuando la estábamos subiendo al pick up que la llevaría a mi casa, me dice el ex dueño de la mesa de billar, que no me vaya a asustar si escucho a las pelotas hablar, maldecir, tocarse entre ellas. Puta, yo, loco, depresivo, medio bipolar, esquizofrénico, creyéndome dignatario, degenerado sexual y no faltaba más ¡Que unas bolas de billar hablaran!  Bolas al centro. Talco o polvos listos. Depende del jugador.

Cada jugador escoge si quiere talco o un  polvo, será él, el que decide. Alguien revienta. La minga gira. Se jugará “Uno y quince”.  Mientras el uno sabe que lo buscan, trata de pasar desapercibido, se parece al cinco, siempre colorado, ictérico y nalgón; no le queda mucho tiempo de pensar cuando siente una patada en el trasero, aunque quiso apartarse, no tiene perdón. El turno no se ha perdido.

En letras neón aparece: “Se busca, recompensa por el 2 o el 15”, el dos, se esconde cuando ni tiene idea de dónde le cayó un cachimbazo que no sabe dónde está; es la buchaca quien le dice: ¡Ay negrito, te dieron en el negrito! El dos, algo molesto le dice que él no  es un cualquier número, que fue la pinche suerte del tirador. El tres, como el diablo que es, cambia de colores como nuestro presidente, que por un rato es aquí, es allá ¡una, dos y tres! Sigue el mismo jugador, apenas le ve el rabillo al tres, con un fino tiro lo liquida;  mientras todos van en ese carril estilo “freeway” que se debe recorrer.

Es al cuatro  al que le vuela ojo el tirador, creyendo que es el “Gato del cuatro”, se hace el maje y piensa que don Boris Esersky lo salvará, que será Tony Saca quien ponga la cara o las nalgototas, no, quizá en pensamientos, es el cuatro que recibe una premonición que le dice: “Puedo poner las nalgas, pero nunca la cara”, el cuatro se desmaya. El jugador ve en la lejanía al cinco, esta colorado, no sabe qué hacer, solo siente un golpe que lo hace perder los sentidos, cae como gato envenenado ante el fuerte golpe recibido.

Tanto el uno, dos, tres y cuatro salen a brindarle primeros auxilios, al ver que poco a poco se va despertando todos piensan que le gustó el garrotazo recibido. Es el turno del seis, a pesar de su discreto color, sabe que no tendrán compasión de él; prefiere parar las nalguitas ante el embate de la blanca bola. El seis ya es historia. El número siete le dice al número ocho: “Soy el número de la suerte, este hombre no barrerá esta mesa, conmigo todo acabó”, ni ha terminado de hablar cuando le cae un golpe que lo deja viendo estrellitas, es el número siete, que entre pedo y confundido dice: “Soy como Nayic, un día digo una cosa, otro día digo otra”, a lo lejos se escuchan las carcajadas de las demás pelotas.

El ocho, numero negro y de la mala suerte piensa que su desdichado color lo salvará y que al fin disfrutarán de otro jugador que les toque las nalgas; el jugador de turno pide una cerveza, sabe que el número ocho está tapado, debe hacer un doblete y tal vez caiga; a lo lejos se escucha un grito que dice: “Ocho, puyo”, es el ocho quien grita: Siempre vulgar  este capullo”, el número ocho ya encachimbado ante la afrenta recibida grita desaforadamente: ¿Cuál es la envidia, cabrones? Todos ríen, mientras, el ocho sin darse cuenta es embestido de un sopapo que lo hace hablar disparates: “De nada me sirvió ser  un número tan sensual ni la fama de loca, mi vida debe cambiar, quizá vaya al Taber”. El tirador va por el nueve, debe hacer una carambola con el trece, apunta, no es el nueve el que entra a la buchaca sino el trece que mientras va cayendo le grita al jugador: “Jálame la nariz que no me crece”. Fin.

*Médico salvadoreño

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