«La viuda», la primera novela de José Saramago

Publicada en los años 40, La viuda fue la primera novela de José Saramago, que ahora se da a conocer en castellano. Remota en el tiempo, ya presentaba, sin embargo, las marcas del futuro escritor reconocido por textos extraordinarios como Memorial del convento, Todos los nombres o Ensayo sobre la ceguera: la lucha entre los mandatos morales y religiosos y la necesidad de libertad y felicidad de todos los seres humanos.

Por Márgara Averbach.

La viuda fue la primera novela publicada de José Saramago, traducida ahora al castellano como suele pasar con las obras iniciáticas de los Premios Nóbel. Es decir: un libro de la década de 1940, que llega con mucho retraso y que, por lo tanto, puede leerse por lo menos de dos maneras distintas: como un lector o lectora para quien este sea el primer acercamiento al autor portugués o desde la lectura previa de casi todos sus libros. Desde esa segunda perspectiva, esta reseña trata de contestar qué hay aquí de las obras posteriores de Saramago y, por el contrario, qué no aparece todavía en la prosa del autor, que se confiesa inseguro y primerizo en la “Advertencia”.

En una entrevista que le hice justo antes de que recibiera el Nobel, le pregunté por sus oraciones larguísimas y, sin embargo, siempre comprensibles. Respondió que su intención era reproducir la lengua de la narración oral de su abuelo Jerónimo, que era analfabeto y a quien él consideraba la persona más sabia del mundo. La ausencia de ese ritmo se nota claramente en esta novela: es evidente que ese fue un hallazgo posterior. Lo mismo puede decirse del narrador, a quien en esa misma entrevista, describió con una frase contundente. “El narrador soy yo”, me dijo sonriendo y agregó con seriedad pícara “mal que les pese a los académicos”, que, en ese tiempo, postulaban la “muerte del autor”. En La viuda, la voz narradora es mucho más tradicional: una tercera persona que cambia frecuentemente de punto de vista. En ese sentido, la novela es claramente un libro de aprendizaje. El punto inicial de una obra que llegó muy lejos.

Pero cualquiera que haya leído Memorial del convento, Ensayo sobre la ceguera, o cualquier otra de sus novelas, ve al futuro Saramago en esta historia, tan parecida a la de La casa de Bernarda Alba en cuanto al tema central: el peso de la religión, la “moral”, el autoritarismo de los mandatos sociales sobre las vidas de los seres humanos. Ya desde este primer intento, el autor cuenta el Portugal de los simples, los comunes, los Jerónimos: la viuda (propietaria de su tierra, pero una propietaria provinciana, chiquita, sin poder), un cura de pueblo, un médico rural, sirvientas, peones.

La narración coral, uno de sus rasgos principales, ya están presentes en La viuda. Ya desde este principio, Saramago utiliza un recurso cinematográfico para cambiar de un punto de vista a otro: en muchas de las escenas, la narración entra con un personaje (la viuda, por ejemplo), pero termina saliendo con otro (el médico o el cura), como si empuñara una cámara. Y aquí también la prosa relaciona explícitamente la historia de los personajes con la Historia grande del país mediante súbitas ampliaciones de foco, como cuando Dionísio, el hijo de la viuda, prepara un examen escolar y se habla de la geografía y los reyes de Portugal.

Y se reconoce sin dificultad la forma en que la voz narradora describe ciertos objetos: con una minuciosidad que convierte a las cosas en protagonistas, en centros provisorios del mundo. En La viuda, entre muchos otros casos, está la mesa manchada de vino y marcada por las puntas de las navajas que clavan los peones mientras almuerzan; un objeto que es las vidas de quienes lo utilizan.

Como en Ensayo sobre la ceguera, aquí los que se encargan de desplegar las ideas centrales (y hacer citas de filosofía europea) son un médico y una mujer. Todas esas ideas giran alrededor de la guerra entre las reglas o mandatos sociales y los sentimientos, impulsos, deseos de los individuos. En ese contexto, hay que analizar con cuidado la afirmación del médico: “Hay que vivir aunque sea de cualquier modo, siempre que sea vivir”. Parece una afirmación simple pero las palabras “siempre que sea vivir” la complejizan porque abren la puerta al tema del suicidio, que siempre abordan las preocupaciones de la filosofía y la religión.

A pesar de la tragedia, la mirada general que tiene la voz narradora de sus personajes es Saramago puro porque está llena de piedad y de un cariño desesperado; es decir, en las antípodas de otros escritores que se interesan por temas paralelos y recibieron el Nobel en los últimos tiempos como Jelinek y Coetzee. Es desde esa mirada que Saramago rescata la sabiduría, las creencias, la vida cotidiana, las alegrías y los horrores de los Jerónimos de su pueblo.

La discusión más directa e “intelectual” de estos temas aparece entre la viuda, el médico agnóstico y el cura creyente, mientras Benedita, la criada (un personaje de Lorca) sostiene con actos (no debates) la causa de las costumbres sociales. Pero el debate nunca es binario porque Saramago nunca lo es. Por ejemplo, aunque tienen concepciones opuestas, el cura es capaz de flexibilizar hasta el rito de la confesión cuando le parece necesario; y el médico, de aceptar que alguien dé las “gracias” por los alimentos en su casa: ambos están abiertos al conocimiento del “otro bando” y ambos sostienen una vida de entrega a los demás. Nada se divide entre blanco y negro. Hacia el final, hay un resumen de esa discusión, que funciona también como un resumen brevísimo del libro: el médico “no pudo dejar de pensar en la serenidad impasible de la fe y en la lucha violenta del descreimiento, ambos inútiles frente al Eterno Ignorado, fuese él, al final, un dios, una ley o nada”. Y ahí aparece la piedad: porque el Eterno Ignorado (dios, ley o nada) no es un titiritero bondadoso: a veces, convierte la vida en algo que no es “no vida”, algo que no vale la pena.

El tono amargo y desesperado de este final no es común en la obra posterior del portugués: hasta en la terrible Ensayo sobre la ceguera (que obligaba al autor a dormir con luz encendida mientras la escribía), al final, el mundo sigue ahí, todavía no se ha perdido todo. Aquí, en cambio, parece no haber ninguna salida. Tal vez, más adelante en su obra, Saramago abandonó ese tono trágico porque su literatura siempre fue política y, en la literatura política (que busca un diálogo con el mundo fuera de los textos), es importante cultivar la esperanza. En este primer libro, la tristeza que caracteriza la escritura de Saramago se vuelve destructiva y así, la lectura de La viuda ayuda a entender el punto de partida de una escritura inolvidable que, con el tiempo, se hizo más compleja, más sutil, y construyó una manera intrincada y poderosa de contar a Portugal, y a la humanidad.

Fuente: Página 12.

Si te gustó, compártelo

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Social media & sharing icons powered by UltimatelySocial