Día de congratulación en la vida de un depresivo

Me levanté adolorido de la cama esta mañana, sobando el incruste de los clavos apegándose a mi espalda durante la noche. Mi estómago vacío se añica desde el lecho; llevo diez días comiendo chatarra yanqui y, desde los ácidos gástricos, se desgañita en la decadencia de la cultura occidental.

Por: Alberto Férrera

Hoy desperté con ánimo, aunque no lo crean, porque la respiración entrecortada y con dolor punzante no me ha visitado esta mañana. No temo ni me preocupo; esta vez, nada me persigue. El sol taciturno acalora mi piel en vez de cortarme la escama; no temo ni me ahogo; esta vez, nada me adolece. Ya ni siquiera el tiempo me ofrece cansancio, pero soy un hombre peculiar: llevo diez días sin perder su noción.

Cinco días sin bañarme: por fin contemplo la dulzura de las gotas de agua despampanándose en mis pestañas. Conservo el desvelo por llorar; el salpiqueo de las lágrimas cristalizadas no es de indulgencia. El estuco de la pared se ha podrido a cada gota, mas no es el problema que me atañe, pues este día voy con especial avidez para purgar la mugre refugiada de mis uñas. Lo hago así, con la yema de los dedos y, aunque duela, también desenredo el cabello; cada uno desciende a paso recio de recuerdos que pulen la carne muerta de la piel.

Aunque la marcha sobre el escrutinio de los ojos burlones quiera observarme con juicio, hoy logré algo descomunal —aun, con la brecha en la cabeza—: este día desperté, comí y me duché.

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