Las actitudes y procedimientos de quienes tienen el monopolio del poder político se han dirigido a reventar los Acuerdos de Paz. Llamarlos “pacto de corruptos”, sustituir el día dedicado a recordarlos por un teórico día de las víctimas, apostar por un país gobernado desde el autoritarismo, sin búsqueda de consensos, es romper con una historia en la que, incluso con sus dificultades, el diálogo era fundamental a la hora de construir futuro.
En las discusiones de otros tiempos se argumentaba con el cumplimiento o incumplimiento de algunos aspectos importantes de los Acuerdos. Hoy, desde la base propagandística de un presidente que dice ser capaz de alcanzar un futuro tan justo como maravilloso, se busca barrer con todo lo anterior como si el pasado fuera un mal absoluto.
Los Acuerdos de Paz tienen dos aspectos que debemos considerar. El primero, el espíritu que los alentó: la convicción de que los problemas, por graves que sean, se solucionan mejor desde el diálogo que desde la fuerza bruta. La Iglesia fue promotora e inspiradora de ese espíritu. Aunque buena parte de él se mantuvo, hay que reconocer que en algunos momentos se le traicionó; por ejemplo, en la elección de funcionarios gracias a componendas y reparto de cargos. A pesar de eso y de las tendencias autoritarias de los sucesivos Gobiernos, el espíritu de los Acuerdos permaneció como una especie de barrera contra los abusos de la fuerza bruta.
El segundo aspecto son los acuerdos concretos, redactados y firmados en Chapultepec. Algunos se cumplieron bien; otros, a medias; y algunos cayeron en el olvido o se violaron. Y fue precisamente el no pleno cumplimiento, junto con las negociaciones de los partidos repartiéndose cargos y siendo permisivos con la corrupción, lo que provocó un fuerte cansancio en la población y posibilitó el triunfo electoral de Nuevas Ideas. Ese triunfo electoral masivo podría haberse aprovechado para recuperar el espíritu de los Acuerdos e impulsar un ambiente de armonía social, pero la nueva élite en el poder ha preferido el autoritarismo y la arbitrariedad, fomentando una división que en el mediano o largo plazo se revertirá contra el afán de control gubernamental. De hecho, ya se advierte un crecimiento de la oposición, aunque esta aún no tiene mucha coherencia interna.
Con su propaganda, prepotencia y negativa al diálogo, el Gobierno de Nayib Bukele está creando, en general, más desacuerdos que acuerdos. Ha entrado en tal derrotero de polarización y agresividad que, por mucho que multiplique sus gestos espectaculares, no conducirá a nada bueno. Hay temas de país que el Gobierno ha orillado. La lucha contra la pobreza, la reforma fiscal, la conservación del medioambiente y el respeto a los derechos humanos son cuestiones que debían ser de diálogo permanente. Pero un gran número de funcionarios han demostrado en la práctica que saben poco o nada de estos temas. Aunque no quieran celebrar el aniversario de los Acuerdos de Paz, ojalá el espíritu de estos les ayude a salir de la actual ebriedad del poder y a reflexionar sobre la importancia y urgente necesidad del diálogo en la vida social y política de El Salvador.
Editorial UCA