No parece que los intentos de desviar la atención hacia otros asuntos vayan a disolver el grado de malestar que ha alcanzado su propio partido
Acosado incluso por los suyos, la agonía política que sufre Boris Johnson, el primer ministro británico por no asumir su responsabilidad en el llamado ‘Partygate’ no es una buena noticia. Desde luego, no lo es para el Reino Unido, cuya sociedad sufre los estragos de la pandemia y una crisis derivada de la salida abrupta y caótica de la Unión Europea que el propio Johnson ha liderado. Pero tampoco es buena noticia para Europa que la democracia europea más antigua padezca una crisis de confianza semejante, provocada por el empeño de Johnson en mantenerse en el poder en contra de la opinión pública e incluso de numerosos diputados de su propio partido.
La zozobra que conocen las instituciones del Reino Unido -agravada por las acusaciones de abuso sexual a menores que implican al príncipe Andrés y ponen en un brete a la Casa de Windsor- deben constituir motivo de preocupación de todos los europeos en tiempos de crisis como los actuales en los que, al desafío de la pandemia, se suman las amenazas de una intervención militar rusa en Ucrania.
El goteo de informaciones de las últimas dos semanas acerca de la utilización de las dependencias de la residencia del primer ministro para organizar fiestas y consumir bebidas alcohólicas constituye un escándalo mayúsculo. Máxime cuando los ciudadanos británicos están sometidos a duras restricciones debido a la pandemia. La participación confirmada del primer ministro en alguna de estas fiestas, y su pretensión de desconocer las restantes, han indignado a los británicos y provocado un auténtico terremoto en la Cámara de los Comunes. La negativa inicial de Johnson de reconocer los hechos, y su intento de quitarles importancia, ha llevado a un número significativo de diputados del Partido Conservador a pedir su dimisión. En la última sesión de la cámara, un diputado ‘tory’ le pidió que se fuera «por el amor de Dios», emulando a un colega suyo que pidió la dimisión del primer ministro Neville Chamberlain, en mayo de 1940, cuando este se negaba a reconocer el peligro que suponía Alemania cuando los nazis ya habían iniciado la invasión de Noruega.
No parece que los intentos de Johnson de desviar la atención hacia otros asuntos de política interna vayan a disolver el grado de malestar que ha alcanzado su propio partido. Sus amenazas a cortar las subvenciones públicas a la BBC, su intención de desplegar la Royal Navy para atajar la llegada de inmigrantes o su promesa de levantar las restricciones por el covid tendrían predicamento entre los conservadores en otras circunstancias. En las actuales, es probable que no frenen el malestar generado por sus mentiras y el tono fanfarrón con el que ha abordado la crisis del ‘Partygate’.
Es probable que Johnson siga en el poder mientras los ‘tories’ estén divididos entre quienes quisieran precipitar su cese y quienes prefieren esperar el informe encargado a Sue Gray, la alta funcionaria que deberá zanjar sobre su participación en las fiestas de Downing Street y las mentiras proferidas ante la Cámara de los Comunes. Teniendo en cuenta la independencia y severidad con la que ha actuado esta funcionaria en otros casos y que contará, entre otros, con el testimonio demoledor de Dominic Cummings, un antiguo colaborador del primer ministro, todo indica que el cerco sobre Boris Johnson se estrechará aún más en los próximos días. En este caso seria deseable que el primer ministro hiciera como Chamberlain y dimitiera antes de ser cesado por sus propios correligionarios.
Tomada de www.elperiodico.com