Enseñanzas de Romero y Rutilio

En marzo conmemoramos a dos salvadoreños que son ejemplo de vida y santidad: san Óscar Romero y el beato Rutilio Grande.

Ambos sacerdotes, entregados de lleno a su ministerio pastoral; dos profetas de Dios asesinados por las fuerzas del mal por anunciar el Evangelio, por denunciar la opresión y la injusticia, por decir la verdad y ponerse al lado del pueblo empobrecido y oprimido. Mucho nos enseñan estos dos hombres santos.

Nos enseñan que la defensa de los pobres y la denuncia de todo aquello que niega la dignidad humana está en plena coherencia con el seguimiento de Jesús. Precisamente por ello la Iglesia los ha declarado santos. Por tanto, si nuestra fe en Dios no nos cuestiona ni cuestiona el mal que vemos a nuestro alrededor, no nos lleva a preocuparnos por los demás, es posible que sirvamos a un dios que, como dijo Rutilio, “no es el Dios Padre de nuestro hermano y señor Jesús, que nos da su Buen Espíritu para que seamos hermanos por igual, y para que, como seguidores cabales de Jesús, trabajemos por hacer presente aquí y ahora su Reino”.

En este tiempo de crisis que vive El Salvador, en el que la realidad diaria que enfrentan muchos de nuestros compatriotas es dolorosa e injusta sin que se haga nada por cambiarla, san Romero nos recuerda que “mientras haya madres que lloran la desaparición de sus hijos, mientras haya torturas en nuestros centros de seguridad, mientras haya abuso de sibaritas en la propiedad privada, mientras haya ese desorden espantoso, hermanos, no puede haber paz, y seguirán sucediendo los hechos de violencia y sangre. Con represión no se acaba nada. Es necesario hacerse racional y atender la voz de Dios, y organizar una sociedad más justa, más según el corazón de Dios”.

Ante aquellos que promueven el conflicto en el pueblo salvadoreño, que pretenden dividirlo en grupos enfrentados, fomentando el odio hacia los que no piensan como ellos, Rutilio nos dice: “El cristiano no tiene enemigos, sino hermanos, y por más que sean hermanos caínes o Judas que venden a Cristo, no los odiamos. El odio no cabe en un cristiano. Aunque nos apaleen y nos quiten la vida, tenemos que seguir amando y perdonando”. Y agrega: “Un Padre común tenemos, luego todos somos hijos del mismo padre, aunque hayamos nacido del vientre de distintas madres. Luego todos somos hermanos”.

Los gobernantes actuales del país, al igual que los de ayer, no quieren que la Iglesia se pronuncie ante las mentiras, las injusticias, la corrupción, el autoritarismo. Quieren una Iglesia pasiva, sometida, que se queda en sus templos alienada de la realidad. San Romero nos enseña que “la Iglesia no puede callar ante esas injusticias del orden económico, del orden político, del orden social; si callara la Iglesia, sería cómplice con el que […] margina y duerme [con] un conformismo enfermizo, pecaminoso, o con el que se aprovecha [de] ese adormecimiento del pueblo para abusar y acaparar económicamente, políticamente y marginar una inmensa mayoría del pueblo”.

Recordar a Rutilio y Romero, quienes sin más recurso que la fuerza del Evangelio hicieron frente a los grandes poderes de este mundo, nos debe inquietar y desafiar como personas, como pueblo y como Iglesia. Su vida y su palabra nos recuerdan el deber de la Iglesia y la sociedad de trabajar para que nuestro país se acerque cada vez más al proyecto de Dios para la humanidad, un proyecto de amor y hermandad, de justicia y de paz, de preferencia y solidaridad para con los marginados y excluidos.


Editorial UCA

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